Retrofuturismo
Quienes
transitamos la infancia entre los ´70 y los primeros años ’80, podíamos
fantasear en grande, proyectar otros mundos con juguetes hechos con materiales
baratos o tecnologías que hoy se considerarían precarias. Algunos de los más
clásicos de la época, como los Waterful
o los Pocketeers, ofrecidos hoy en la
red como juguetes vintage o retro, requerían de ciertas destrezas motoras como
los juegos de kermés, embocar, pescar, esquivar. Bien podrían integrar la
prehistoria de los videojuegos actuales. Pero había otros juguetes que se
asociaban, sobre todo, a cierta imaginación cientificista de la década, que
alentaba ficciones sobre micro o macromundos posibles, estimulada en buena
parte por el cine.
Los
Sea Monkeys, unas pequeñas criaturas
que salían a la vida cuando el polvito que las contenía, en potencia, entraba
en contacto con el agua. Un poco de polvo en sobre, unos litros de agua y,
abracadabra, se producía la magia. “Mascotas al instante”, anunciaba el
packaging de la sustancia milagrosa, en un kit dudoso que se completaba con un
purificador de agua, huevos, plasma y alimento para asegurar su
crecimiento. Por supuesto, los seres que
surgían del experimento, cuando se tenía la suerte de que saliera algo, estaban
lejos de parecerse a monos de mar. Los bichos resultantes se movían como
espermatozoides y eran especímenes de la Artemia salina, unos crustáceos diminutos,
translúcidos, con forma semejante al ciempiés, pero con cola larga, que hacen
de manjar de los peces y habitan en las aguas saladas de todo el mundo. Con el
diario del lunes, la prensa se refirió al fenómeno Sea Monkey como una estafa
escandalosa del consumo, pero, para las niñas y niños de la época, indiferentes
a las motivaciones del marketing, fue la ocasión de volvernos un poco científicos,
dioses o alquimistas, creadores de vida y de nuestras propias mascotas. Esa
alquimia nos dio también la posibilidad de idear un mundo microscópico, una
ficción de seres extraños, de poder ver más allá de lo que veían nuestros ojos,
antes de la utopía virtual del metaverso.
Además
del mundo acuático, la proyección sobre el cielo, la galaxia, el espacio
exterior, también encendía nuestra imaginación alucinada. Y aquí aparece el Simon, ese disco 3D, que emulaba un
plato volador, con cuatro botones luminosos, de color rojo, verde, azul y
amarillo, y distintos sonidos que emanaban de cada uno de ellos. Se presentaba
como un juguete didáctico, para grandes y chicos, que estimulaba la memoria
visual y sonora, por medio de secuencias nemotécnicas de luces coloreadas y
sonidos. Aunque dudo si la atracción del Simon radicaba exclusivamente en esa
función productiva. Lo que más fascinaba del aparato, por lo menos a mí, era su
ineludible conexión con el fenómeno OVNI, otro prodigio de la época, y con el
reconocimiento, cada vez más popular en ese entonces, de la vida
extraterrestre. En 1977, un año antes de que el Simon saliera a la luz, se
había estrenado Encuentros cercanos del
tercer tipo, de Steven Spielberg, que fue furor entonces, y que Ray Bradbury
llegó a calificar como la mejor película de ciencia ficción que haya visto.
Entre las imágenes cinematográficas que atesoro de esos años, sin duda está la
escena más dramática de la historia, la del célebre encuentro de los humanos
con los alienígenas, cuando consiguen comunicarse por medio de una sinfonía de
luces y sonidos. Re-mi-do-do-sol, las
notas de ese crescendo musical que aún logra emocionarme hasta el escalofrío. La notación musical convertida en alfabeto. No
puedo dejar de ver la analogía entre esa nave, las luces sonoras y el Simon, y revivir las
sensaciones que nos provocaba esa imaginación futurista.
Texto (inédito): Florencia Suárez
Guerrini*
Historiadora de Arte, investigadora y docente de la Universidad Nacional de La
Plata y de la Universidad Nacional de las Artes
Foto: Nicolás García Sáez
Especial para Los Verdes Platónicos y Los
Verdes Paralelos