lunes, 27 de mayo de 2019

Jugar



Nunca faltarà el occidental bien trajeado que arengue a los cuatro vientos (acadèmicos) que el disco de Phaistos - hallado (¿expoliado a la Pachamama?) una mañana luminosa entre el humor mediterràneo de Hagia Trìada - inicia, casi indescifrable, el origen del juego. Indescifrable como han sido durante tanto tiempo las 61 palabras del lado A y del lado B, 31 y 30 en la jeta y la seca que, por sì mismas, ya podrìan marcar el origen de otro juego, aquel que consiste en marear y confundir a generaciones de arqueòlogos y demàs saqueadores. Cuesta imaginar, por ejemplo, que un dinosaurio no haya jugado con una dinosauria en el Cretàcico, a priori un vìnculo sonoro ya que mencionamos de entrada a la isla de Creta. O imaginar que en las cuevas de Altamira, mientras aquellos rudos ibèricos pintaban las primeras maravillas, alguno de ellos  no haya silbado una melodìa  al compàs de formas ocres y pardas y rojas y negras y un ibice color de oro brillando en aquella oscuridad legendaria de la futura Cantabria. ¿Acaso es posible probar hoy en dia que en la Panthalassa del Precàmbrico un organismo marino no haya jugado a las escondidas con otro? ¡Que venga ya mismo ese insolente (o valiente) y demuestre que esto no fue asì! Entonces aceptaremos que hemos perdido la apuesta y le pagaremos con un Pocketer, un Simon, con un sobrecito lleno de supuestos sea-monkeys. O, tal vez, lo invitemos junto a sus tantìsimos años cumplidos sobre la Tierra a subirse a una hamaca para que corra y vuele como lo hizo tantas veces en su propia prehistoria, la de su infancia.


                                                                                  video y texto:nicolás garcía sáez