lunes, 9 de septiembre de 2019

A una legua: documental de Andrea Krujoski




Los cantores de Salavina hacen pinta para la foto con tapa fucsia de un vinilo de principios de los 60 que hoy, entre los melómanos más sibaritas, se consigue mediante contraseñas. Un cuarteto santiagueño de smoking con bombo y tres guitarras es alta llanta en el mercado del disco, una especie en vías de extinción cuyo futuro exquisito y, ya a esta altura, perenne y acotado, hace tenue alarde en un programa de radio mientras hay planos generales de ventanas ruidosas y urbanas.  Ingrid habla por celular después de servirse una infusión calentada con pava eléctrica: pide bidones defectuosos con acento teutón del Interior patrio. Egle Martin (no es en vano recordar que, además de ser la más bella de su época, también colaboró con Dizzie Gillespie y otros clásicos popes como Lalo Schifrin, Piazzolla, Vinicius) toca un bombo y aparece un afiche con una presentación (de ella misma) en pleno estío porteño, dentro del mítico Paladium, icono de los 80 que ocupaba una buena porciòn sobre la calle Reconquista. Se menciona la Permacultura, sobrevolando como noble paradigma y así aparece el bombo de plástico, un bidón de agua de 20 litros, con chivo incluido, que mantiene los aros de madera y arenga con rítmica diplomacia contra la tala del ceibo.

¨Yo toco abrazándolo, no sé si él se mete adentro de mi alma o yo me meto adentro de él¨, dice Vitillo, legendario de los Hermanos Ábalos.

* Hay pruebas de sonido con el ecobombo y los aros (de ceibo) acceden para ver qué onda en el vivo mientras un galeno amable (con un parecido sorprendente a Sbaraglia) dice con elocuencia que una bacteria termina funcionando como un pen drive y que otra, congelada, guarda el himno nacional. Luego se nos muestra a nuestro Himno traducido en formato adn, o genético, una secuencia de nucleótidos. La primera línea aparece asi: GACAACCGCTTAACTTCAC…Andrea Krujoski, en este documental extraordinario, inusitado, sui generis, lo muestra muy acertadamente como un velo tenue, ni bien comienza su película. El protagonista que ella eligió es Camilo, percusión del power trio de electrofolk: Tremor, también líder de un conjunto de legueros, padre de dos niños, marido de Ingrid, hijo del Cuti Carabajal y promotor del ecobombo, el hilo, o uno de los hilos argumentales de este film que muestra como la irreverencia de la posmodernidad puede horadar entre los puristas más acérrimos y, por lo tanto, entusiastas del folklore.¨Te van a criticar¨, le dice el nonagenario bombo Vitillo a uno de los jóvenes destacados del clan Carabajal, mientras Camilo sonríe, avanza con su proyecto y uno desea en ese instante que el empujón trascienda la utopía. 

* Hay escenas familiares en donde aparecen unas empanadas muy tentadoras con fondo de música electrónica en pleno progreso/proceso creativo. Sobreviene una presentación de cada uno de los miembros de Tremor antes de tocar en El Patio del Aljibe del CCRecoleta; allí mismo es inevitable pensar en cierta banda de sonido con la que predica la cofradía de Fuerza Bruta. Camilo viaja a Santiago del Estero. Y allí se escuchan las chicharras y se ven los parques y el sol santiagueño y una señora amable recibe al retoño del Cuti, que luego se zambulle entre los cueros de los bombos. Y la señora amable dice que el bombo leguero ya no es un instrumento exclusivo del folklore, y tiene muchísima razón. Y añade que la madera  de ceibo, que da nuestra flor nacional, no sirve para hacer muebles, ni para hacer leña, sirve solamente para hacer bombos y el único lugar donde se hace es en Santiago. Luego tengo el privilegio, como espectador, de escuchar esa conversación alrededor de unas semillas (de ceibo), se ven los troncos crudos, pelados, ahuecados, cepillados, barnizados, el tensado del cuero y la merecida firma (Mario Paz) autor de esta artesanìa, pedazo de bombo hermoso que sonará en alguna esquina del país. Y del monte casi salvaje volvemos a la laptop. Y en ese cambio de imagen, de atmósfera, uno supone que radica el quid del film. El cientìfico de la Universidad lo llama a Carabajal para anunciarle que le codificó un tema en formato de adn, también comenta el desafío que implica que esa canción pase a formar parte de una molécula que va a vivir dentro de una bacteria, durante muchos años.

* Luego vemos al protagonista yendo a la mansión santiagueña y austera del padre famoso, el Cuti, que recorre anécdotas europeas de los Hermanos Carabajal y alude a la fortuna que tuvo el pequeño Camilo: poder entrar por la puerta grande del folklore gracias a su padre y sus tíos. Carabajal Junior lo observa y lo escucha con alegría, respeto, ambos improvisan percusión en una silla para crear el ritmo que deambula junto a imágenes que narran momentos del pasado que la familia compartió en Berlín.  La visita al predio extenso del Indio Froilan detecta su patio de célebres bailongos mientras nos enteramos acerca de la nivelación perfecta del cilindro, la afinación de los parches y las minucias en el hueco del ceibo que entorpecen o embellecen el sonido del bombo, que nace con los aborígenes, no como instrumento musical sino como medio de comunicación: a unas leguas se podía saber, de acuerdo al sonido, si había carneada, velorio o baile. Luego padre e hijo activan percusión en un estudio y se escucha una chacarera impecable, esta vez banda de sonido de unas empanadas en horno de barro, y un locro, y el museo de la abuela Carabajal. Ya en una de las tomas de los ùltimos tramos Ingrid insiste con las fábricas de agua para conseguir bidones, materia prima, cardinal, de los ecobombos. Hay una toma correntina y acuática, de postal, que invita a sumergirse en el paisaje, escenas en una embotelladora de agua de la provincia de Corrientes en donde un fabricante da cátedra sobre los bidones fallidos que luego tienen que reciclarse. Y aparecen más personas y personajes y te das cuenta que se está documentando y homenajeando al Folklore (y a la Naturaleza y su luz, la ecologìa, al progreso de la mùsica) con una semilla de ceibo que el protagonista plantará luego, como objetivo y como principio del fin para trascender la utopía.

                                                                                                            Nicolás García Sáez