EXTRANJERA
Hace calor, los veranos
son de tierra seca y fruta madura. Los pies descalzos se atropellan para llegar
primero al gran fogón dónde mi madre hace mermelada en un fuentón enorme. Todos esperamos acalorados, empolvados,
chascones y con una cuchara para raspar la fuente a medida que el fuego se
apaga y el dulce se enfría.
El rojo es el color
predominante, en los atardeceres, en los techos de un pueblito cercano, llenos
de ajíes, secándose ahí arriba, en los cuentos de terror que nos cuentan los
primos más grandes.
No soy de aquí, ni de
allá, así me sentía a veces, extranjera en mis dos tierras.
La vida en esta tierra
de abundancia argentina se fue construyendo, lenta y consecuentemente, y se hizo
gigante.
Hoy los recuerdos son
tibios, aunque cada tanto se encienden, como ese fuego intenso en el que mi madre cocinaba el dulce.
Muchos años después,
volví a ese pueblo a fotografiar los techos de tejas rojos y de ajíes secos
La decepción fue grande,
tanto como el recuerdo que aún era vívido en mi memoria: la única calle del
pueblo había sido asfaltada, un gran terremoto había destruido la mitad de las
casas de adobe y algunas habían sido reemplazadas por casitas diminutas de
madera, provisorias, decían. Los ajíes ya no estaban.
No fue más que un
ejemplo de la vida misma, del pasado, eso que nos empecinamos en querer volver a encontrar, pensándolo hermoso y
mágico. Todo había cambiado, tanto, como nosotras.
Texto y foto
(inéditos): María Paz German
Especial para Los
Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos