miércoles, 1 de enero de 2025

Ajíes al sol


 EXTRANJERA
Dice, con mayúsculas, mi dni. Pues si, en mi hablar hay vestigios difusos y recurrentes de otros mares. Pero el acento juega su juego del que parece gozar y en viajes a mi tierra me hablan de la humedad.

Hace calor, los veranos son de tierra seca y fruta madura. Los pies descalzos se atropellan para llegar primero al gran fogón dónde mi madre hace mermelada en un fuentón enorme.  Todos esperamos acalorados, empolvados, chascones y con una cuchara para raspar la fuente a medida que el fuego se apaga y el dulce se enfría.

El rojo es el color predominante, en los atardeceres, en los techos de un pueblito cercano, llenos de ajíes, secándose ahí arriba, en los cuentos de terror que nos cuentan los primos más grandes.

No soy de aquí, ni de allá, así me sentía a veces, extranjera en mis dos tierras.

La vida en esta tierra de abundancia argentina se fue construyendo, lenta y consecuentemente, y se hizo gigante.

Hoy los recuerdos son tibios, aunque cada tanto se encienden, como ese fuego intenso en el  que mi madre cocinaba el dulce.

Muchos años después, volví a ese pueblo a fotografiar los techos de tejas rojos y de ajíes secos

La decepción fue grande, tanto como el recuerdo que aún era vívido en mi memoria: la única calle del pueblo había sido asfaltada, un gran terremoto había destruido la mitad de las casas de adobe y algunas habían sido reemplazadas por casitas diminutas de madera, provisorias, decían. Los ajíes ya no estaban.

No fue más que un ejemplo de la vida misma, del pasado, eso que nos empecinamos en querer  volver a encontrar, pensándolo hermoso y mágico. Todo había cambiado, tanto, como nosotras.


Texto y foto (inéditos): María Paz German

Especial para Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos