Empuño versos como
dedos, que se elevan y aterrizan al teclado, en letrada oscuridad. Envaso
versos por docena y a veces alguno se rompe y se chorrea por debajo de la
mesa. Envidio versos ovidianos, eliottianos, nerudianos (parrianos no, con
ellos me voy de parranda y luego vuelvo a mi mesa, ya chorreada). Emplato
versos convenientes, digeribles y aderezo ya una imagen desgastada,
desgustada, degustada. Enluto versos dolientes, muy directos, muy desnudos.
Versos pobrecitos, que no se rompen ni se envasan, que
mantienen la ilusión de empollarse, deletreando oxígeno, bajo plumas
inaudibles.
Versos locos
que se creen pájaros, feúchas promesas que te ponen la piel de gallina y te crecen ingenuos, sobre carne de mujer. Y viven
entre la caca, mientras tanto, y algún cacareo, esperando, esperando, para ser
un día altazores de azotea, azorines azules o azulinos (como le oí decir a Borges) o versos
nomás, versitos. Quién sabe...
Me dan pena, pero
no me animo ni a dirigirles la retórica. Los dejo ahí, los abandono. Me sufren,
nos sufrimos. Y así es la vida. O no. Así es aquel poema, mutilado (mutilado es una palabra fuerte, no es para tanto).
Digamos mejor, promesa, aunque sea una promesa electoral. Digamos que el
silencio nos elige.
Texto (inédito): Sandra Escames
Imagen (inédita): ngs
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