martes, 8 de agosto de 2023

Fragmentos de pasillo

Como a una hija más

  ¿Hace mucho tiempo que esperas para entrar? ¿eres de aquí?

Al que entra aquí no le queda otra que esperar, el que se va pierde el lugar, por eso casi todos esperan, algunos toda la noche. Yo sigo esperando, aunque sea para verlo un ratito. Mi marido es el que está adentro, hace una semana que está prácticamente dormido, no pierdo la esperanza porque aquí los médicos son muy dedicados, y las enfermeras también, son buenas.

Nací en Los Molles, un lugar de la provincia de Córdoba. Ocho hermanos y mi madre, ella quedó viuda muy joven y a cargo sola de sus hijos.

Los Molles es un lugar muy pintoresco con la vista de las sierras y los arroyos que bajan de las montañas. En verano visitaban el lugar familias que venían en su mayoría de Buenos Aires, familias alemanas. Hablaban como nosotros, pero entre ellos en el otro idioma y yo ardía en curiosidad por adivinar que decían, era difícil. Los hijos de estas familias, muy rubios y de ojos claros corrían y trepaban por todos lados, más de una vez reclamaban la atención de sus padres con raspones que sangraban en sus rodillas, se escuchaban sus llantos, no duraban mucho, seguían jugando.

 En verano mi madre era contratada por una de estas familias para limpiar y cocinar, ella aprovechaba para trabajar de día, de noche lo hacía en una casa de comidas. La temporada le permitía juntar más dinero para mantenernos y comprar los útiles para la escuela. Nunca me gustó ir a la escuela, ya en quinto grado dejé de ir, para que, si ya aprendí a leer y escribir, suficiente, me encapriché y no fui más. Claro, era lo que pensaba a esa edad. No me gustaba tener que estudiar.

 Siempre le pedía a mi madre que me llevara a trabajar con ella a la casa de los alemanes, ella asentía, pero antes me hacía prometerle que me quedaría sentadita y sin hacer ruido mientras ella limpiaba. Las niñas me invitaban a jugar en el arroyo, su madre estaba de acuerdo y le decía a la mía que me dejara, que yo las cuidaría, ya que era más grande y conocía de memoria el lugar. Me sentía importante y divertía al mismo tiempo.

Un día, al finalizar las vacaciones de verano, tocaron la puerta de mi casa, tras la cortina que separa la pieza de la cocina, escuche a la señora alemana ofrecerle a mi madre llevarme con ella a Buenos Aires para cuidar de sus hijas. El pago anual lo recibiría mi madre puntualmente y por anticipado. En ese entonces yo tenía trece años. Conocer Buenos Aires se convertiría en un sueño cumplido. Salté de la cama y cuando me di cuenta estaba tomando la mano de mi madre rogándole que me dejara ir.

Recuerdo el viaje y la llegada a la ciudad, lo primero que hicimos fue ir a una tienda de ropas, donde la señora alemana me compró vestidos y zapatos que nunca imaginé tener. Ella era muy buena y me trataba como a una hija más. No era del todo consiente que era   un trabajo, estar allí me gustaba y sabía que significaba tranquilidad económica para mi madre y hermanos, después de todo yo era la más grande.

Fueron pasando los años, seis, siete, no recuerdo bien, las niñas habían crecido, y yo también. Estaba acostumbrada, Buenos Aires en invierno y Los Molles en verano. Siempre con los alemanes. Mi madre, más tranquila con su salario anual por adelantado, cuando llegaba en coincidencia con la navidad nos reuníamos todos los hermanos y mi madre compraba pan dulce y sidra para brindar. Ella se ponía muy contenta cuando estábamos todos juntos, a veces discutíamos porque cada uno quería algo diferente, mis hermanos más chicos querían trabajar y dejar la escuela, mi madre les decía que para triunfar y dejar el pueblo debían terminar la escuela. Conmigo no funcionó.

 Y el día llegó, el último verano con la familia alemana. Se festejaban las fiestas patronales, procesión, quermeses y baile en la plaza del pueblo. La más grande de las niñas alemanas me pedía que la cubriera en su primer amorío con el popular del pueblo, agrandado de quince años era el muchacho. El mismo trepaba los árboles mostrando sus monerías en las siestas del arroyo. Ingrid, así se llamaba la niña alemana, quedaba embobada mirándolo.

Ni procesión ni quermeses, ella quería ir al baile. Y allí estaba yo intercediendo y garantizando ante los padres el cuidado y control de la adolescente enamorada. ¿Era yo también una adolescente que podía enamorarme? Esa noche descubrí que sí.

Sentada en un banco de la plaza y sin perder de vista a Ingrid entre tanta gente que bailaba, sentí su mirada, su invitación a bailar y la sensación que ya nada me separaría de él. Hasta hoy…

 Cincuenta años que estamos juntos, atendiendo la ferretería, en Córdoba capital, él nació allí y yo lo seguí. Tenemos tres hijos, esos que están allí sentados esperando, las chicas y el varón, también tengo dos nietas, una en Ushuaia y la otra en Italia, ellas si estudiaron y están pendientes con el teléfono para saber del abuelo. Todos pendientes y por culpa que siempre ha fumado tanto. Esa es la causa. Hay que esperar.   

Esa puerta que no me permiten atravesar para verlo, no puedo acostumbrarme todavía, y eso que estoy aquí sentada ya hace tantos días esperando. Por suerte, estoy sentada… Como en el banco de la plaza, esperando su mirada… como verás soy muy romántica, y aún en estas circunstancias sigo soñando.

Nadie me informa nada, recién lo confundí con otro paciente que traían, me acerqué y casi beso su cabeza, no era su mirada, me dijo: ¡yo no soy! Me causó risa.  Equivocarme a esta altura. Parecía su pelo canoso.

Otra vez aquí, sigo esperando, aunque el médico ya nos dijo… ¿Dejar el cigarrillo? El médico dice que sí, lo ha dejado, y claro le digo: ¡porque está y seguirá internado! ¿Por cuánto tiempo? ¿Pensaran los médicos que no comprendemos cuando nos hablan? En fin…

Seguí hablando de mí y no terminé de contarte de la familia alemana. Nunca más supe de ella. Para Ingrid el amorío con el muchacho popular quedo allí, trunco, como secreto de la montaña, lloraba desconsolada cuando se fue, claro no fue tan secreto, imagínate en un pueblo, se sabe todo. Los padres se enteraron y la mandaron a Europa. No volvieron a los Molles y yo no volví más a Buenos Aires, tengo el mejor recuerdo de la familia alemana, me trataban como a una hija más, ¿recuerdas que te lo había dicho antes?

                                                                                                           

 Texto e imagen (inéditas): Silvia Chaher  

Especial para Los Verdes Platónicos y Los Verdes Paralelos