El paisaje se hizo horripilante, gris, cuando le informaron que un volcán en erupción arrasaría paulatinamente el relieve más verde de su
joven vida, una alusión al resultado de su biopsia durante aquel verano.
Su reacción ante semejante noticia fue de inevitable dolor, de temor, una
profunda negación a que la lava volcánica, multiplicada en burbujas de células,
terminaran con su bello y sereno panorama natural. Su cuerpo era esa
montaña en peligro. Las hendiduras parecían ser las líneas de su sonrisa,
desdibujada por el miedo a que el peor fenómeno ocurra. Entre enojos, llantos,
noches de insomnios y días desesperantes, se preguntó cómo evitar o hacer
frente a semejante pesadilla. El enemigo: un volcán activo, que se
preparaba para dañar la superficie. Demorarse era permitir que la monstruosidad
del mismo lo deteriorase, desde el pie, luego la ladera y luego la cima, sin
piedad, si nada lo frenaba. ¿Cómo evitarlo? Estaba presente, amenazando con
avanzar, opacando la calidad de vida del lugar. Escalar no fue
fácil, cada tropiezo sobre las rocas, rasguños, obstáculos entre los montes,
era una metástasis. El largo y estrecho sendero, empinado, rocoso, espinoso,
era el arduo paisaje de una quimioterapia. El viento a menudo soplaba en
contra, castigaba con tierra, enrojecía los ojos, destruía las plantas con una
radioterapia. El calzado para trekking, cada paso dado, era
el pisotear con peso a cada célula maligna.
Pasaron los días, las noches difíciles,
dificilísimas. Un milagro, o algo parecido, comenzó a asomar entre las nubes.
La unión de fuerzas sobrenaturales hicieron que la catástrofe no llegara a
hacer tanto daño, la maldita lava volcánica no llegó tan lejos, como se
esperaba (o no, según) amenazó dos eternos años, pero apenas quemó unos metros
de vegetación que luego, felizmente, renacieron fulgurando con más intensidad,
luciendo a mansalva flores silvestres, demostrando que la montaña poco a poco recobraba
su vida. Además, no es un dato menor que sumaron a la causa nobles alpinistas,
un contingente de sabios turistas denominados oncólogos, dispuestos a evitar
que el cataclismo hiciese de las suyas. Llegar a la cumbre era el desafío, la
señal ineludible de que esta montaña magistral iba a sobrevivir.
Todos estos acontecimientos son los que
la fuerza de la montaña soportó, el agua pura que recorrían sus quebradas eran
el motor de su salud, cada vertiente sus venas, cada gota su sangre.
Finalmente, llegó a la cumbre y allí contempló con éxtasis La Belleza, la que
agradece a la vida. El paisaje de vuelta hacia el llano fue el fruto de
una batalla ganada.
Texto y foto (inédit@s): Gabriela Amaya
Especial para Los Verdes Paralelos y
Los Verdes Platónicos