Mi nombre es Marko. Me pregunto si alguna vez podré olvidar los sentimientos que experimenté aquella noche. Era el año 1932, la hambruna se esparcía por Ucrania, como una epidemia, silenciosa y mortal. Nuestra pequeña aldea no resultó inmune a semejante calvario. Los alimentos comenzaron a escasear lentamente, al tiempo que los cadáveres se amontonaban al costado del camino. El hambre se paseaba por las calles de tierra, mientras el hedor se tornaba más y más fuerte. La gente desesperada se lo comía todo, todo.
Las mascotas
desaparecían. Nosotros aún conservábamos a Borys,
un hermoso perro pastor alemán. Nuestro afecto por él iba más allá de lo usual,
por lo que mi madre se negaba a sacrificarlo. No obstante, la conducta del
animal había cambiado en los últimos días, y eso me alarmaba.
Vivíamos en el
centro de la aldea, papá viajaba una vez por semana al pueblo colindante, para
buscar alimentos, a veces la suerte lo favorecía, y lograba cazar tres o cuatro
ratas. Sin embargo, nunca eran suficientes.
Mamá estaba flaca,
cada día la piel parecía pegársele más a los huesos; lo poco que había para
comer lo destinaba a nuestros pequeños estómagos. A mí me tocaba una porción
más grande porque era el mayor, tenía siete años. Mi hermano, en cambio,
recibía lo mínimo; su cuerpo era pequeño y apenas gateaba. Mi padre se marchó
esa mañana y las instrucciones fueron muy claras:
—No salgan. Se
quedan en casa hasta que regrese, y no suelten al perro. ¿Entendido?
Mami y yo asentimos
con la cabeza. Sin embargo, ese mismo día, la sed nos jugó una mala pasada. Se
había acabado el agua de las botellas y el pozo más cercano estaba lejos, muy
lejos. Mamá colocó los recipientes boca abajo, y logró recolectar algunas
gotas. Me mojé los labios. ¡Qué felicidad! ¡Qué frescura! Era supremo. No
obstante, el éxtasis duró poco. Al instante volví a sentir los labios secos,
resquebrajados. Y lloré. Unas pocas lágrimas se deslizaron por mis mejillas y
alcanzaron mi boca, me sentí aliviado, otra vez la frescura, pero las gotas
saladas acrecentaron aún más mi sed. Por otra parte, el estómago me dolía,
mucho, mucho, mucho. Mamá me miraba desesperada, y también lloraba mientras
sostenía en sus brazos a Andrei. No lo pensó un minuto más, buscó un bidón y
salimos hacia el pozo de agua.
Yo sostenía la
correa de Borys, e iba de la mano de
mami. Andrei me miraba desde lo alto, su cabeza estaba apoyada en el hombro de
nuestra madre. Recuerdo que me sonrió, o por lo menos eso pensé; ninguno de
nosotros contábamos con las fuerzas necesarias para desperdiciar energía en
gesticulaciones. Caminamos unos veinte metros en silencio, hasta que nuestro
perro ladró. Los vecinos se alertaron y salieron de sus casas.
Apuramos la marcha. Nos
seguían; cada vez se sumaban más, y cada vez más cerca.Volteé mi cabeza. Eran
hombres y mujeres, sostenían palos y piedras. También había algunos niños.
—¡Vamos, vamos!
—dijo mamá—, camina más rápido.
Me asusté. Y fui
consciente de nuestra peligrosa situación; hasta olvidé que tenía sed. Estaba
aterrorizado. Seguimos caminando rápido mientras los vapores hediondos nos
abrazaban y el tumulto de gente nos perseguía, apurando el paso; los teníamos a
escasa distancia. Mamá me tomó de la mano, fuerte, muy fuerte. Y aguijoneada
por la desesperación me ordenó:
—Suelta a Borys.
—¡Mamá! —protesté y
seguí sosteniendo la correa.
—Suelta a Borys.
—¡No! —grité con
dificultad, tenía la garganta realmente seca.
Mamá me quitó la
correa de la mano y soltó al perro. Al instante, la gente se abalanzó sobre mi
amado Borys. Apuramos otra vez la
marcha, mi madre lloraba y me arrastraba de la mano para evitar que observara
lo que sucedía. Jamás olvidaré la intensa angustia de terror que experimenté.
Sin saber en ese momento que lo peor aún nos aguardaba. A lo lejos se oían los
gritos de júbilo, y escuché el último quejido de Borys.
Seguimos avanzando,
y respirando a cada paso la pestilencia. El camino se había despejado y se
extendían ante nosotros las calles desoladas. Tan desoladas como nuestra
pesadumbre. Recuerdo que me sentía muy débil, reuní todas mis fuerzas y seguí
caminando. Llegamos al pozo. Mamá sentó a Andrei en el suelo y cargó el bidón
con agua. Bebimos los tres. Nos mojamos las caras. Sentí una inconfesable
delicia, el más exquisito placer de todos, a la vez que experimentaba la culpa
y pensaba en Borys. El sol comenzó a
ocultarse, por lo que debíamos regresar. Mamá cargó el bidón por última vez,
luego se agachó y levantó a Andrei del piso; lo cargó en sus brazos, mientras
yo observaba su rostro demacrado y triste. No obstante, se notaba que ella
albergaba en su interior una enorme entereza para soportar los infortunios que
nos sucedían. Recuerdo la gran debilidad que padecí y el retorno de las
impiadosas punzadas del hambre.
Tomamos otro camino
hacia la aldea; mamá deseaba evitar mi encuentro con los despojos de Borys, si es que aún existían rastros. La
oscuridad avanzaba lentamente, tan lenta como nuestros endebles pasos. Mis
rodillas se entrechocaban con frecuencia y más de una vez caí de bruces. Una enorme luna alumbraba el camino. Estábamos
a doscientos metros de casa cuando tres hombres nos interceptaron. Mi corazón
se sobresaltó al mismo tiempo que mamá lanzó un grito desgarrador y tiró el
bidón; el agua se esparció por la tierra seca.
—¡Corre, Marko!
¡Corre!
El miedo y el terror
me paralizaron por un instante. Hasta que comprendí la gravedad de las
circunstancias y eché a correr, sacando energía de la propia desesperación. En
el mismo segundo mamá abrazó fuerte a Andrei e hizo lo mismo. Pero los hombres
la alcanzaron, arrancándole de sus brazos a mi hermano. Escuché los gritos y me detuve. Me escondí entre los pastizales, entregándome
a la más sombría contemplación. Mamá gritó. Imploró clemencia. A cambio de sus
súplicas recibió golpes. Quedó tumbada y, a lo lejos, su rostro me pareció
pálido, como la muerte misma. Jamás logré borrar de mi memoria la escena que
siguió. Lo vi todo. Vi la fogata y lo indecible. La más espantosa de las
muertes.Me sentí culpable, impotente, pero ¿qué podía hacer con solo siete años
y en el estado en que me encontraba? Sin embargo, lo imperdonable fue aquel
pensamiento fugaz, y la reacción de mi organismo. El olor a carne quemada se
esparció por el aire, impregnando mis fosas nasales. Y al instante sentí que
brotaba saliva de mi boca, a la vez que los jugos gástricos se preparaban. Un
pensamiento, tan fugaz, tan espeluznante que no soy capaz de transcribirlo. Había
aguantado hasta donde la naturaleza humana logra resistir. Escondí la cabeza
entre mis manos y lloré con la más profunda desesperación.
Cuento (inédito):
Laura Chiavetta*
*Escritora, publicó
con seudónimos las novelas ¨Las garras del arcángel¨, ¨El guardián de los
espíritus¨, ¨Piedra libre¨ y ¨Maleficio¨. Además es bioquímica y autora del
blog www.cienciaalplato.com
Ilustración (inédita): Irupé Roch
Especial para Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos