jueves, 11 de noviembre de 2021

Primera página de una novela sin bautizar

 

Me desperté con una mano en la boca. Traté de  levantarme, pero el peso de alguien me estaba sepultando en la cama. Era mi madre, sus lágrimas me mojaban  el rostro. Con un dedo tembloroso me suplicaba que me callara. Le juré con los ojos y dejamos de forcejear. Abajo se escuchaban pasos, dos, no, tres personas.

-¡Pero si es Saanen Capri! ¡Que sorpresa! Pensé que no vendrías hasta dentro de seis días, mucho menos vistiendo armadura.

Mi padre estaba usando la voz para los clientes duros.

-Hubo un cambio de planes, pasamos con mis hombres y se nos ocurrió que sería bueno prestarte una visita. Hay que cuidar a las pocas buenas gentes leales a la causa, en  especial en estos tiempos.

El soldado que viene a llevarse nuestra carne. Su tono al hablar era como una amenaza constante.

-No te preocupes, Saanen, soy muy consciente de lo que le debo a tu familia. Saben que pueden contar conmigo.

-¿Estás seguro? Porque ayer me enteré que estabas vendiendo carne en el festival de primavera. Habíamos acordado que nos venderías tu producción a nosotros, toda tu producción. Los benditos revolucionarios tenemos que comer.

Mi mamá atrapó un grito ahogado con ambas manos, su temblar empeoró y se puso a sollozar. Su rostro, blanco como la cáscara de un huevo. no respondía a mis esfuerzos para calmarla.

-Estaba vendiendo, si, pero no mi carne, le estaba haciendo un favor a Don Horacio -que ya no puede levantarse de la cama- vendiéndole la suya.

-Ya veo, me quedo tranquilo entonces. Horacio también tiene que ganarse el pan, después de todo.

Libre de las manos de mi madre, miré alrededor. Escasos rayos de luz se escabullían entre las tejas del ático, mi abuelo estaba sentado, medio dormido, cabeceando la nada, envuelto en sábanas. Empecé a arrastrarme tan despacio como pude, rogando que las tablas chillonas no me traicionasen. Por un hueco, espié al soldado cuestionando a mi padre. Estaba justo debajo de la trampilla.

-Antes de irme, ¿puedo hacerte una pregunta?

-Estoy a su servicio.

El ático era pequeño, muy pequeño, apenas entrábamos de cuclillas. Aun así, avanzar hasta la trampilla sin hacer ruido iba a tomar un tiempo.

-¿Dónde está tu hija?, ¿y tu esposa?

-En el festival, como las tuve trabajando todo el día de ayer las dejé que vayan hoy, mientras me quedo a esperarlos a ustedes. Mañana espero ir con ellas también, así disfrutamos el ultimo día juntos.

-Ya veo, a mí también me gustaría disfrutar el carnaval con mis hermanos. Lástima que tenemos una revolución que pelear. Pero no importa, vamos a pelear sin descanso para que ustedes puedan disfrutar de los lujos que nos privamos, lo único que pedimos a cambio es algo de comida.

-Se los agradezco de todo corazón y me lamento de ser tan cobarde.

-¿Qué raro que seas tan cobarde, no? Digo, uno pensaría que un carnicero sabe cómo defenderse con un cuchillo.

-No este carnicero ,señor, solo sé trocear cadáveres. No puedo ni matar a los pobres animales. ¡Me da escalofríos!

Paré en la trampilla, si sacaba la tabla lo suficientemente rápido podría caer encima del soldado. Mi abuelo agitaba la cabeza desesperado, balbuceando algo. Le hice señas para que se calmara, pero no le importó. Movía la almohada en su regazo de arriba hacia abajo, con tan poca fuerza que no lograba levantarla por encima del codo.

-Tenés razón. En tu carniceria no hay matadero. En  el patio  tenés gallinas ponedoras, sin gallo. Después está esta sala donde cortás y vendés la carne. Por supuesto que la  que no vendés se guarda en un lugar más fresco. Escuché el inconfundible sonido de una espada desenfundando. El sótano. Ahí nos decís que guardás las nuestras. Pero claro, las que vendés en secreto las tenés en la habitación de tu hija.

Estaba lista para lanzarme por la puerta, pero el chocar de algo con el suelo hizo que me diera vuelta. Mi abuelo había conseguido sacar su facón de debajo de la almohada.

-¿Así que está en el ático, eh?

Se me paró el corazón, no hubo otro sonido por algunos segundos. Miré a mi abuelo, tenía lágrimas en su rostro. Agarré el cuchillo y me preparé para abrir la trampilla.

-¿Sabés cuáles son los animales que más pena me da matar? Las cabras, animales tontos.

Subí la tabla y desenfundé el facón, actuando por impulso. Escuché el grito afónico de mi madre al desplomarme sobre mi adversario.

-¡NO, HIJA MÍA!


Primera página de novela (inédita):  Mateo  Roberto*

*Estudiante de 17 años

 Ilustración (inédita): Irupé Roch

Especial para Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos