“¿Vas a salir con esta lluvia?”, me pregunta.
“A lavarme de los malos pensamientos”, le contesto.
“No, amor, los malos pensamientos dejálos aquí adentro”;
Se baja pantalones y bombacha, y señala
todo lo que me pertenece, por decreto suyo,
desde que la quise mía, hace ya tiempo.
“Dejálos aquí un rato que yo, después, los limpio.
Ni uno va a quedar ahí en tu cuerpo si no es bueno.
Entrá y dejálos; y si querés mojarte un rato:
tendéte boca arriba y yo lo hago”…
“Cuando una mujer dice algo así, como lo dijo ella,
pensás que se trata de la definitiva y sentís miedo.
“¿Lo viviste, Solá?, ¿Y supiste cómo huirle sin notarse?...
El universo que te abre es infinito; como infinito el tedio
en cuanto todos los planetas te rechazan de su adentro”,
dice, Bustos. a mi espalda. Me doy vuelta y ya casi no está.
“Dejóme la sentencia, y la lluvia quedó allí, sin mi
apariencia de persona,
mojando porque sí”.
“Dejóme, he dicho, no es lo mismo”, obligándome
a escribir esa palabra toda junta. Me advierte que no
elija un sencillo “me dejó”,
como yo quisiera.“Dejóme” -dice el eco- y yo lo pongo,
con acento en la ó,
como me impone. “Que no amilane el ritmo del poema”,
repite el eco de la burla,
y luego, agrega; “Chau, Solá, querido; ¡y que San Dios te
ayude!, porque yo ya me
estoy yendo a otro cerebro que recuerde cómo fue lo que
haya sido, si es que fue.
¿Alguna vez coincidirán lo inventado y lo vivido? Si
tiene la respuesta, avisemé”
Me pongo a rebuscar en los escritos… ¿A quién se refería?
¿De quién habla…?
¿Quién, mujer, puede darle a un hombre, en una frase y algo
más,
tanta poesía, tal mayúscula esperanza? “La definitiva…”,
me susurra él,
tras el respaldo, nuevamente, de mi silla -harta ya de
sostener los huesos
de mi culo-, clavados horas y horas en su horizontalidad-,
sin casi musculitos
que ofrecer, puro pellejo y articulaciones que se
alimentan de una artrosis que
aumenta con los años. ¿Quién pudo haberle dicho eso
alguna vez? ¿Qué maga?
¿Qué indecente poeta -que me enciende los instintos,
sensaciones y sentidos-, pudo
haber nombrado así, tan bruscamente, tan ardientemente impune,
al mayor de los
deseos: ser la lluvia del deseo la que lave todo lo que nadie
pudo nunca, porque nadie
se ofreció. ¿Y Bustos,
qué?, ante semejante invitación a ser parte del cielo?...
¿Se subió a ella? ¿Se dejó abatir? ¿Hurgó hasta encontrar
el descanso prometido,
vaciando entre sus piernas -abiertas a sorber su mal
pensar sólido y líquido?;
¿o se escapó, aturdido, a chapotear bajo la lluvia -con
Gene Kelly y el otro
señor genio-, por charcos, con paraguas, a los cantos, a
los bailes y a los gritos?
Yo hubiese decidido dejar mis malos pensamientos, en esa
hermosa grieta
-que imagino mía-, y que ella señalara sabiamente como
vertedero único posible
en todo el sideral espacio, en el grandioso y colosal
abismo, surcado por quién sabe
-y el que no sabe, omite, idiota-, y se decide a ser
pasto de tormentas y otras aguas.
Una invitación así no puede rechazarse a menos que estés
muerto, o que no entiendas
la misión de los poetas, que es… - y espero, quieto, a
que el señor que dicta todo,
me sople la palabra exacta que advierta a los poetas cuál
es su misión en esta tierra.
Pero Bustos calla. No hay respuesta. Y la espera se hace
más que sufrimiento, porque,
ella, la del don de haber dicho lo que dijo, me ha sobreexcitado
hasta ese grado en el
que ya no puede aguantar uno a estas edades, y esté a
punto de estallarle la bragueta.
Si una mujer, me hubiese presentado su envase de esa
forma, mi delirio no tendría fin,
y, al escuchar lo dicho y repetido: ¿la lluvia habría sido
mi único refugio, o esa herida
abierta a mí? ¿Podría haber podido entrar en ella sin que
en octubre fuera un hijo…?
En mi soledad ya la estaba amando para siempre. Pero ese para
siempre era de Bustos.
Y, queriendo ser él, olvidarme de su voz, de su
existencia y de que él, quizás,
no eligiera otra
lluvia que su adentro, me fui a calentar agua a la cocina,
para bajar un poco a ese molesto, empecinado sexo, que a
la cocina viene así
-sin un mínimo repliegue- para hacerme compañía, y
preparar el mate que despeje
el pensamiento que me acosa, despiadado, en este lunes
insomne y mañanero.
Y sigue la cabeza dando vueltas -debo prestar atención a
no quemarme al llenar de
calentura hirviente el termo-, pero la cabeza es eso que
no para y no me deja en paz:
“Si alguna mina, en mi deslucida vida de hombre, así me
hubiese hablado:
¿A qué especie de milagro podría haberme conminado? ¿A tomar
la Luna por asalto?,
¿A esa misma que Calígula ha querido a gritos en cada
escena de cada escenario?
¿A dejar en sus manos los puñales de Bruto y cada uno de los
de los otros conjurados?
¿A empeñar el reloj de Gilgamesh, el que no muere, -con
él dentro-, arena y tiempo
unidos y entregarle todo lo que, por la inmortalidad, un
mortal me pague?
¿Robar la Rueda del Tarot con toda su Fortuna y ante su
boca vertical, hacerla suya?
¿Brindarle el coágulo dulzón que deja un río al convertirse
en marejada?... ¿Qué?
¿Qué? ¿Qué cosa más? ¡Y, me quemé, carajo! Dejé de estar
atento, Pirulero...
Manteca, y a la mesa. A estar en ella, porque, amor, será
la bruta condena que te siga
hasta el Instituto del quemado, ardiendo sin descanso, y deseando
estar de vuelta.
Y a solas. Y en pecado. Revuelvo diez papeles a la vez y me
sugiero: “Solá, calma”.
Comprendo que debo serenarme, que su nombre surgirá en cualuier
momento.
Pero mi falo sigue siendo palo y no tiene intenciones de revivir
estados laxos
que me inviten a sentirme relajado. Escribo entonces: “Sobre
tener ganas”…
y le añado de subtítulo: las manos. O eso creo yo.
Imaginarla jadeando,
afiebrada, humedecida,
eran cosas de la noche...
Sin palabras era amarla
hasta mojarle la herida,
que se abría a los deseos
de mis manos y mis ganas,
creadoras de inocencias,
erecciones y lloviznas...
Después de amar, me dormía.
La revista resbalaba...
Realidades de once años...
Por esas ensoñaciones vagaba
cuando pequeño.
Mis manos,
"rebuscadoras", desataban sus pasiones
entre historietas y
almohadas.
Todo el día era la noche.
Todo mi tiempo, esa hora...
Gritó una vez mi maestro que
hacer "eso" era pecado.
Lo confirmaron parientes, y
la palabra de Dios,
pronunciada con enojo por mi
cura confesor.
La soledad de mi cuarto se
incomodó de fantasmas
de dedos acusadores y fui
perdiendo mis ganas...
Un buen día me contaron lo
de "pelos en las palmas",
y contracturé mis puños.
Eliminé toda prueba de
delitos del pasado,
para que Dios perdonase, el
cura no sermoneara,
y atenuaran mis maestros mi
conciencia atormentada,
por los pecados tan graves
que cometieran mis manos...
Muñones agarrotados, que no
contaran secretos,
era lo que precisaba...
Las oculté en los bolsillos,
las destiné a lo escondido.
Quisieron salir, a veces,
pero no lo permití.
Fui controlando mis ganas.
Pasaron algunos años.
Fue cambiándome el peinado,
cierta pelusa insinuaba,
y apareció el cigarrillo...
Nunca obtuve ese placer que
anunciaban por la radio,
pero, soy tan obstinado...
-¡Detiene tu crecimiento!-;
-¡Hace mal! ¡No fumes tanto!-;
-¡Tu tío murió de cáncer!- -¡Tu
abuelo, tuberculoso!-;
-¿Fumar?... ¡"eso"
es un pecado!-,
peroraban los mayores con el
pucho entre los labios...
Y le fui perdiendo ganas,
pero fue aumentando el vicio.
Mis manos no hicieron nada.
Dormían en los bolsillos.
Después, la vida política me
transformó en disidente,
en un "vereda de
enfrente" de todo lo poderoso...
Casi anarquista, filósofo de
tres palmos de narices,
y un dedo y medio de
frente... ¡Y unas ganas de hacer bien,
de servir, de ser valiente...! Me dijeron
tantas cosas sobre el caso,
mis parientes, que sentí miedo y me abrí.
Antes de perder las ganas.
Antes de perder la vida.
Antes de vivir: huía...
En los bolsillos, mis manos,
se escondían retorcidas...
De pronto, llegó el amor...
Era una chica virtuosa,
pura, intacta, casta, buena...
Como la soñó mamá. Como la
soñó mi tía.
Como la soñó su abuela...
De tan virgen, no cabía, ser
curioso, ser sexual,
ser caliente, ser grosero, ni
excitarla, toquetearla,
lamerla, besarla,
etcétera...Y fui todo un caballero.
Me comporté como tal...
Un día, no sé por qué, me
habló de "necesidades”,
urgentes, y de las otras, de
"pedidos de la carne",
de "llamados de la
sangre", difíciles de entender...
Gritó, lloró y resopló, y me
pateó de su vida.
Y su decencia aburrida, fue
a olvidar en varias camas...
¡Imagínense mi alivio! Nunca
tuve muchas ganas,
y andar solo es más
sencillo... Las manos: en los bolsillos.
Pasé mis crisis de fe, y en
actos de contrición
purgué todos mis pecados. Caí
en pozos oscurísimos,
me sobrepuse creyendo, volví
a caer en las sombras,
y ya no me levanté. Pensé
que, eso de la fe,
era una cuestión de ganas, y
fui perdiendo, de a poco,
las pocas que me quedaban. Quise
rezar a los santos…
metidas en los bolsillos,
las manos no se juntaban.
Hoy canto, escribo, musíco…
Para ser un buen intérprete
-para poder expresarme-, tuve que sacar mis
manos
de los bolsillos, mohosas,
contracturadas, deformes,
inútiles, implorantes...
Siempre bajo mi control,
fueron aprendiendo a actuar,
tentando perfeccionarse en
"técnicas de engañar",
en expresiones cambiantes,
minuciosas, obsesivas...
Ha sido, al punto, la cosa,
tan ladina e insurrecta,
que, sin permiso, a
escondidas, una: pulsa la guitarra,
la otra, escribe: es poeta. Salgo
a la calle y las guardo
-no me vaya a descuidar-,
que si estas dos se acostumbran
a vivir en libertad, corro
un riesgo: que me usen
como cuando en esa cama, hacía
mía a una almohada,
empapándola de amores; de
cataratas de ganas...
¡Dios me libre, Dios me
guarde, de que estas dos
se acostumbren a vivir libres
sus vidas…!
Y así transcurro mis días...
Las manos en los bolsillos...
Una tristeza
infinita...Preguntas mal preguntadas;
respuestas no
comprendidas... Y el dilema de esa voz
que hace tiempo me persigue:
-¡Rebeláte...! ¡No permitas...!
¡Necesitás de tus manos...!
¡Devolvélas a la vida...!
Pero eso es cuestión de
ganas, y de inocencias perdidas.
NOTA DEL AUTOR: Al terminar la escritura
-hecha
a un único impulso y sin retoque alguno-,
felicitándome aún por mi don e inspiración,
volvió
a irrumpir el señor del vozarrón audible por mí solo:
“Exactamente
así lo escribí yo, de un solo trazo.
¡Bravo,
amigo! Ya es casi videncia nuestro encuentro.
Esto
ya es estar aprendiendo la tarea de rememorar
lo
que jamás pudo vivirse. Ya está leyendo en mi cerebro.
Gracias.
Me ahorra un gran trabajo. Los otros.
Los demás
a
los que acudo, me traducen, no me entregan intacto, me estropean…
Ahora,
falta colocar debajo, nombre del poema, el de su autor
y
fecha. Escriba, por favor…
“Sobre
el tener ganas...” (Las manos). Alberto Carlos Bustos. Buenos Aires, 1945.
Desde Madrid, decimoquinta entrega . Texto y
ficción (inédito): Miguel Ángel Solá
Dibujo
(fragmento inédito, a sus 8 años): Nicolás García Sáez
Especial
para Los Verdes Platónicos y Los Verdes Paralelos