El plenilunio del
verano nos viene a decir, por enésima vez, que la armonía entre todos los seres
vivos es posible. ¿O acaso es una utopía ilusionarse con esto? Muy probablemente lo sea. Todos, todas,
o al menos casi todos y todas, ya sabemos que este milagro superlativo
suspendido en el firmamento fusco y titilante -que ayer contó con la ausencia
de sus protagonistas estelares- se da cuando podemos, desde aquí, sobre este
planeta que nos cobija y aún no ha explotado, ser testigos de la alineación casi
perfecta, comulgando entre la luna y el sol, ¿acaso un romance que se viene
sosteniendo (y reafirmando) entre las eternidades del tiempo?
Para los incas esto
siempre fue así, algo cabal a
lo que le prestaban una atención infinita, una contemplación colectiva -que hoy
ya casi no existe- hacia las deidades supremas con las que convivían a diario y
a las que acudían para, además de rendirles pleitesía, velar e iluminar sus
cosechas y aliviar sus penas y temores. No es para escandalizar a nadie, pero a
los ardores divinos entre Mama Quilla y el Inti Sol, se sumaba, se dice, el
fuego incestuoso. Allí abajo, mientras tanto, reptando, trotando y volando, las
víboras, los pumas y las águilas sumaban su trilogía sagrada.
Recuerdo cuando,
caminando las arenas pedregosas de una de las orillas del lago Titicaca, me zambullí en sus aguas heladas y
transparentes. Nadé y seguí nadando y volví a nadar hasta que me di cuenta que
no iba a entrar en calor. Yo estaba habitando la Isla del Sol hacía casi un mes
(mi objetivo, luego cumplido, era alcanzar, atravesando el camino del Inca, la
cima del Macchu Picchu) y en aquel momento quería probar con un estímulo sucedáneo
del Premio Mayor: llegar hasta la Isla de la Luna. Mientras daba una y
otra y otra brazada , recordé las expediciones de Cousteau, a sus buzos galos, prepotentes, prejuiciosos, contabilizando muy mal a las ranas gigantescas (hoy
en peligro de extinción) que habitaban y habitan hace miles de años en el fondo
oscuro del lago boliviano. Allí mismo, flotando, me di cuenta que no lo iba a conseguir,
pero mientras contemplaba a la isla más pequeña, observándome burlona desde
enfrente, entendí que había algo muy parecido a cierta comunión que excedía lo
terrestre.
Hoy mi afición sobre la
luna no ha cesado ni cedido un palmo con el discurrir del tiempo, todo lo
contrario. La festejo cada vez que la veo, llena, nueva, en su cuarto creciente
o menguante y, además de llevarme a mis lugares remotos, me interpela para que la duda crezca y se pregunte si en
este presente podremos empezar a construir un futuro más armonioso.
Texto y foto de la luna
(inéditos): Nicolás García Sáez
Especial para Los
Verdes Platónicos y Los Verdes Paralelos