En esta realidad de epidemia, los pensamientos hacen un picnic, no se
siente la vorágine de las habituales usanzas, porque han aparecido otras. Los suspiros
se esconden, permaneciendo ocultos, como si fueran promiscuos. En las noches,
las redes pululan con los bellos fantasmas del deseo, sorteando el achatamiento de las palabras, en el tozudo
empeño de que no se ahuequen sus
múltiples sentidos. Porque hay que disociarse de los diálogos que eligen la
mezquina comodidad de no pensar demasiado la vida y sus coyunturas.
El río, casi nuestro mayor terruño, está más lejos, solo suena cuando
pronuncio su nombre. La música y su puñado de acordes suele ser imprescindible
para mantener el equilibrio y percibir la intensidad, más
o menos como ese bouquet sensual que
dejan las cepas del vino añejo. Hay días donde el horizonte inmediato se pone sensible y crudo, otros en
los que pareciera jugar con los ángeles, mediante esa energía luminosa del
quehacer creativo que se empecina en convertir la rutina en un acto glorioso e invita a husmear en pliegos literarios, impresos en un pergamino ajado,
pero flexible.
También en este derrotero han aparecido de improviso invitaciones a viajes hacia lo más profundo, lo íntimo,
donde quizás por fin encuentre la recompensa, aunque el amor viene sin seguro para desafiar las frondosas tormentas o el
deleite de los más bellos compases. Así va apareciendo Eros traspasando
fronteras, en la gran subasta de juegos
que nadan en barricas cargadas de alcohol,
pintando nuevos frescos, casi como lo haría el pintor con las borras de Malbec,
sin atar aún el festín hedonista a lo definitivo. Por eso este tiempo ha
tenido sus momentos de reflexionar, de dudar, reinterpretando también los
vínculos amorosos y sus mixturas.
Lo más triste han sido las despedidas momentáneas sin los viejos
rituales, donde la congoja no se puede compartir, porque hasta las lágrimas son
una presencia sospechosa en esta cuarentena eterna y ya a esta altura tan
dudosa, esta imposición en la que no se hace mella sobre las antiguas
costumbres de acompañarnos en el dolor, aunque continúe quedando, en algunos de
nosotros, la figura de algunas despedidas como un gran jeroglífico.
Es cruel que estas políticas ¨preventivas¨ nos alejen de aquellas vidas
que transitan sus experiencias diarias por miles de escollos, buscando formas
de subsistencia, cubiertas de la vulnerabilidad asfixiante que se vive cuando
el horizonte no se muestra con posibles soluciones. Porque el encierro te
circunscribe a lo cercano, te hace protagonista del paisaje inmediato, pero
somos más allá de eso, precisamente en el contacto con otros, frente a la
presencia de sus rostros y vivencias y pesares.
En este tiempo covídico es necesario parir otras prácticas que
reconozcan la trampa capitalista que encierra los desvíos, aquellos que emergen
cuando los aires se vuelven insoportables y se necesita transformar el entorno.
Esto es imposible sin la generación de
lazos comunitarios, fijados en otros estándares económicos. Es necesario dejar
de vivir políticas arcaicas con cierto automatismo, como si fuese algo natural,
es preciso desautorizarlas. Sólo así se puede crear un potencial de cambio que
obligue a generar la redistribución del poder, con una economía que no
oscurezca el futuro, sino que se embarre para idear estrategias de mercado por
fuera de lo habitual e injusto.
Hay que hacer un mundo que tenga
larga vida como el pewén, donde los incendios en el Delta y las factorías asesinas importen y la
existencia de humedales no sea un acontecimiento extraordinario. Un mundo en el
que nuestros ríos alberguen criaturas llenas de vida y no muertas por desechos.
Que sirva esta situación para resistir por
fuera de la comodidad. Fundamentalmente para que cubrir la boca no sea
encarcelar el interjuego de las palabras que aportan a la heterogeneidad de
nuestra temporalidad, el disruptivo intento de poblar la tierra de nuevas
raíces.
Olga Barzola
Especial para Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos
Pintura: Nicolás García Sáez