viernes, 20 de noviembre de 2020

Placebo

El lenguaje, las palabras, ese afán humano de denominar las cosas, de construir realidad, eso que hace a la civilización humana tan valiosa…no escapa a paradojas, como todo, es dual : apto para la inteligencia y para la estupidez también, según su uso.

En tiempos de imágenes, de inmediatez, de velocidad, de dispersión sensorial, de liquidez posmoderna, surgen discursos reduccionistas, exacerbados, sentidos simplificados, palabras que se replican una y otra vez, sin atención, a modo de mantras, formando relatos prefabricados. En esa soberbia lingüística se pretende reducir la realidad a un par de palabras, algún concepto, ubicándose como máximas morales, irrefutables, “panaceas” de la ética.

Ni el concepto de Dios se ha afianzado en su certeza , siendo uno de los conceptos más infinitos, inabarcables, incomprensibles. Su fallido intento de comprensión nos ha mostrado la complejidad de lo existente, la nimiedad y lo provisorio de nuestras explicaciones frente a todo esto, o de nuestras existencias, de las que también sabemos y entendemos muy poco.

La humildad del pensamiento debería estar más presente. El pensamiento, entender que siempre termina en misterio, en verdad inaccesible. Entre ellos, el lenguaje es una aproximación a las cosas, apenas un esbozo cuasi-didáctico de los fenómenos. En verdad no se sabe, no se sabe nada…

No obstante, hoy, en el mundo del marketing intelectual, toman relevancia las dictaduras lingüísticas, alzan banderas y nos acechan con palabras-panaceas de la moral. Palabras que, en principio, aparentan ser profundas y complejas, pero que luego derivan en máximas explicativas, propias de la superficialidad del intelecto, destinadas a satisfacer meramente una necesidad de pertenencia, de satisfacer el deseo de formar parte de los que encuentran la ¨iluminación¨ en un concepto, de apropiarse y repetir las palabras que “dan chapa” (¿cómo se vende algún dirigente político nefasto?) que generan el pensamiento del momento, lo políticamente correcto, cual placebo para paliar la propia ignorancia y miseria.

Por eso a menudo pareciera más sensato el silencio, o las palabras dichas con humildad, con el margen de la duda, al menos para estar precavidos ante los mantras publicitarios y propagandísticos, generadores de ingenuas defensas sobre lo indefendible, o de hastíos despreciables que finalmente desdibujan el concepto, diluyen el sentido de la idea en sí.

No permitamos que la arenga discursiva subestime nuestra propia capacidad de reflexión, que opaque la maravilla del pensamiento basado en palabras simples, en la construcción y contemplación de ideas.

Estemos atentos a la soberbia que intenta encontrar identidad y supremacía moral e intelectual en algunas palabras de moda, atentos a lamentables y frívolos discursos.

No olvidemos lo efímero que es todo, la parcialidad de nuestras percepciones. Resulta difícil, paradójico, porque en el mismo momento que algo se menciona, se está corrompiendo esa naturaleza inefable de las cosas. Sin embargo, el mutismo o la ataraxia de los escépticos nos inmoviliza, por lo que también es necesario hablar. Inevitable e indispensable, entonces, que ese decir  no se reduzca a slogans triviales y palabras trilladas que se repiten políticamente correctas hasta el hartazgo.

Imagen y texto: Analía Saharrea

Inédito / Especial para Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos