jueves, 16 de abril de 2020

Como el carcayú


El miedo a perder la vida es nuestro principal talón de Aquiles. El aislamiento social ante la pandemia mundial nos remite a lo más primario: la defensa de la vida,  algo prácticamente instintivo en cada uno de nosotros. Más allá de que el modo de conservación de la especie ha cambiado con el paso del tiempo, hoy se cuestiona el legado Darwiniano de la supervivencia del más fuerte, porque quizás fueron los lazos sociales los que ayudaron en la evolución.

En medio de este contexto social, la exhortación a cuidarnos ,aislándonos, nos lleva también a deconstruir  los espacios de intervención política y ciudadana, porque nos hace pensar en la verdadera Libertad, que se vivencia más que nada en contacto con los otros. El resguardo de este derecho es casi una promesa mesiánica de los gobernantes. Sin embargo, en un mundo donde todo está bajo el control y hasta nuestras vidas pasan a ser fuente de información (algunas con mayor importancia que otras, porque la jerarquización no se anula en el mundo de las comunicaciones) lo ético sigue corriéndose del nudo central de la existencia.

En el terreno político muchos representan la esfera ética en la unidad o la igualdad, como asimismo en la defensa histórica y venerable de los derechos humanos, pero sin terminar de  evidenciar las relaciones de poder y las diferencias estructurales entre las personas, principales limitadores del bien común. Lo cierto es que cuanto más control hay sobre los sujetos, que no son los sujetados al deseo como lo pensaría cierta corriente psicológica, más imposibilidad hay de pensar críticamente, porque las reglas de juego intersubjetivas se siguen fijando desde parámetros externos a quienes las concretan.

Creer frente a esta situación mundial, que en cuanto la voluntad colectiva sigue lo establecido se da  una unión casi mística, es entender que lo trágico funciona como medio para emparentarnos. Y aquí está puesta hoy nuestra mayor  fragilidad: el vacío de las presencias materiales fuera de los “aparatos comunicacionales de control” causa dolor, miedo y aumenta nuestras necesidades. La desaparición de los encuentros, y la posible figura de los demás como fuente de riesgo, genera una batalla interna, el vivir marginados, con las consecuencias políticas y éticas que esto trae, porque no hay renunciamiento, aunque sea parcial, que no las tenga.

Encontrar en la virtualidad una forma de salvación es también resignar nuestra capacidad crítica frente a estos nuevos medios de vigilancia. El disciplinamiento social, como pauta de autocuidado, no pareciera reconocer del todo la otredad, gran temática filosófica desde Lévinas. Lo otro, lo distinto, generalmente incomoda, subjetividades como cartoneros, personas en situación de calle, con discapacidad, extranjeros, trans, etcétera, siguen recibiendo un trato racista, clasista, sexista y padecen serias dificultades para su supervivencia, porque bajo el auspicioso lema de todos son iguales no se dan las mismas posibilidades de sobrevivir.

Así, detrás de la dimensión de lo urgente, configuramos el mundo. Mientras la mejora en la calidad de vida tiene que ver  con la acumulación de bienes materiales, sostenemos un sistema económico como consumidores, al riesgo de devastar  la flora y fauna a nivel mundial. Cuando en este terreno cíclico, que es la historia, las cosas cambian, debemos encerrarnos para salvaguardarnos, nos volvemos adeptos a otras reglas, siempre impuestas, desde las buenas intenciones o no, pero asignadas desde lo externo, confiándole al otro el poder de decidir sobre qué hacemos.

De este modo volvemos a darle al estado la potestad sobre la existencia de los ciudadanos y lo que queda pendiente es cómo se configurará la autonomía de aquí en más. Porque si bien el contexto social define en mucho la forma de comprender la realidad y de vivenciarla, los grandes cambios en la historia de la humanidad se han dado oponiéndose a las representaciones sociales y a lo impuesto como única “verdad”.

¿Y si miramos los lazos sociales? Si lidiamos con el alejamiento volvemos con tesón sobre la existencia de miles de vulneraciones que los atraviesan, a falta de palabras directas y hechos que nos reúnan. Tal vez haya que imaginar sendos procesos de trabajo y ajustes de muchas de nuestras relaciones, incluso la más íntima de todas, esa donde el repaso visual se vuelve hacia nosotros mismos, para intentar leer los deseos, el afecto, las insatisfacciones, los abandonos o quizás  desalojos, algunos que posiblemente ocurrirán después de estos días. Traducir todas esas escenas que se enlazan en nuestro interior y forman un nudo que no siempre se percibe en medio de las distracciones cotidianas, aunque si despliegan su ser o tensión en el apartamiento. Los que asumen el amor  como algo versátil se protegen en cierto modo de estos vaivenes, o lo desfiguran con la idea estereotipada de que debe seguir durando. Aún no se sabe si ganará la ceremonia de los cuerpos entrelazados o su ausencia.

Hasta ahora no sorprendía el ostracismo del pez león con aletas cargadas de un poderoso veneno, ni el misántropo transitar de los zorrillos, conocidos por su peculiar olor, tal vez asombraba la vida ermitaña del carcayú, pero no había conciencia de que eso podía ser parte de este presente.

Las calesitas giran para volver al mismo lugar, pero nuestro linaje, que deambula sobre la tierra hace miles de años, no se ajusta siempre a mecanismos tan precisos, recorre hasta sus propias costas sin saber lo que puede pasar. Ahí tal vez se haga ineludible dar una vuelta de tuerca a nuestro devenir y al hedonismo individualista en el que muchos se paran.

Tenemos a su vez la gran faena de representarnos el tiempo de otra manera, estamos acostumbrados al síndrome de impaciencia al que refería Zygmunt Bauman, es decir ahorrar horas, minutos en todo proceso para alcanzar ciertos resultados y darle un valor económico a cada milésima de segundo. Pero este emblema neoliberal no gratifica a todos de la misma forma, el que espera horas para ser atendido no está asumiendo su vocación de sacrificio, sino más bien está mostrando la desigualdad en la que vivimos.

¿Estaremos dentro de un “laboratorio” que hace circular los fenómenos de diferente forma en el centro que en las periferias? Lo cierto es que hoy nos anida una turbulencia similar a la del hexágono de Saturno y los sentidos privados de ciertas cercanías rebotan como ecos en el puro pensamiento.

                                                                                                               Olga Barzola*

*Profesora de filosofía, psicología y pedagogía, acaba de publicar también ¨Opa Rire¨, su primer libro de cuentos, en la editorial Oliverio

Imagen: Cecilia Galeano


Especial para Editorial Oliverio y Los Verdes Platónicos