La casa de la abuela, lugar
idílico para la nieta que recuerda una infancia mágica junto a ella. Jardín
inmenso, agradable para los cinco sentidos. Verdes plantas que combinaban con
la yerba, la albahaca y el cedrón de sus mates opíparos. Coloridas flores,
rodeadas de coliflores que ornamentaban encuentros. Áloe vera, un plus sanador,
con su gel en la palma anciana, curaban e hidrataban la piel enrojecida,
castigada por el sol, de la niña que no dormía nunca la siesta, o aliviaba una
herida, producto de un golpazo. Plantas frutales complementando el placer de
las tardes, junto a sus sombras, que cubrían el sitio de hamacas.
Animalitos, que eran parte de
la familia, o un paralelismo a la vida humana: perros callejeros, marcados por
la traición y el abandono, tratados con terapia y cuidados obtenías lo mejor de
ellos. Gatos salvajes, en el sitio que generosamente los alimentaba, bajo un
techo protector que los cubría en días de tormentas. Luego, esos mismos gatos,
ronroneaban como burgueses bajo las mantas de invierno. Pájaros sin jaulas, no
se permitía que cualquier egoísta los atrape para luego encerrarlos en una
jaula estúpida. Anfibios que saltaban, mimetizados en la tierra y el césped,
tan indefensos que los pisaban si estaban inmóviles. Estos incidentes…
¿enseñaban que para dar pasos siempre es necesario detenerse y observar un rato
antes de avanzar?
Texto y foto
(inéditos): Gabriela Amaya
Especial para
Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos