ENTREGA 11. SI FUERA POSIBLE TANTA ENTREGA.
He pasado gran parte de la noche anterior trabajando. Teatro de 20 a 22 y grabación de La Novia Gitana desde las 22,30 hasta las 4 a.m. de ayer. A las 10,15 hice una entrevista por RNE “No es un día cualquiera” y, ahora, vuelvo a las lides con Doble o Nada. Pero, a eso de las 115,30, tras haber limpiado la casa, cuidado de las plantas y hacerme un sándwich, se me ocurrió echarme una siestecita. Casi por entrar en estado de coma…
-Migueeeel… Abrí los ojos. Nadie. -Soy yo. Lápiz y papel que tengo poco
permiso… Papel, lápiz… Vamos...
NOTA DEL AUTOR (Por favor, que no pase desapercibida, porque vivo solo y esto me ha costado un trauma, digamos. O una posible embolia láctea, por ser fino. Entramos en un terreno, que tiene que ver con la sexualidad amorosa de Bustos. Yo no tengo nada que ver: sólo soy el catalizador de toda esta información. Y dice la voz…
“Soledad, Laura, Mercedes, Marcela, Ada, Claudia, Beba, Mora, Belén, Diana, Diana y otra Diana, Julia, Nora, Selva, María Julia, Marta, Clara, Yemma, Sofía, Checha, Bárbara, Jazmín, Elena, la negra Bruna, Estela, Gloria, Susana, María, María, María, María, más Marías, muchas Marías, demasiadas Marías para un solo hombre, Silvia, Silvia, otra Silvia más, Jennifer, Gabriela, Martina, Denisse, Paola, Gonzaga, Jorgelina, Ángela, Patricia, Edith, Cecilia, Andrea, Andrea y Andrea, Celeste, Albertina, África, Puebla, Norma, Soledad, Silvina, Mar, Mariana, Marina, María Eugenia, Elvia, Lucía, Lucía, Celia, Silvia, Alicia, Rosa, Martha, Dominique, Sandra, Teresa…
NOTA DEL AUTOR 2 de esta entrega un tanto subida de tono:
Bustos me desliza unos seiscientos nombres que no llego a escribir –imposible- porque en esto la voz no se detiene, embelesada, siguiendo las huellas de lo mortal para inmortalizarlo, pasando de recuerdo en recuerdo. Llenos de imágenes -pasan unas tras otras, esculpiendo un mismo momento en el que todas y él caben y hacen un mismo e indescifrable rostro y cuerpo; aromas que se evaporan confluyendo en una única mezcla olfativa; mieles que rezuman los cuerpos que saben a una misma suma de agónicos adioses…- y que su consciente deposita en mi inconsciente para que yo traduzca sin haber sabido yo de caras, cuerpos, frases dichas por cada cual ni en qué momento ni de sus particulares olores, sabores, sensaciones transmitidas… Todo es una enorme montaña –arenas en movimiento-, en la que ellas y él retozan, en la medida de lo imaginable por cada uno de ustedes leyendo y también por mí, que escribo. Disculpen esta manera fútil de tratar de hacerles ver lo que ni yo puedo. Es como una descarga de un archivo inmenso de Google, que me es imposible capturar y mostrarles, ¿entienden mi alegoría tan moderna?... Todo es íntimo, todo surge y se escapa de mí sin haberlo hecho mío, porque todo es suyo, y de cada intento de sentir lo que nombra, surge una anécdota que llega a calentarme hasta las uñas e invade para siempre mi imaginario como si alguna vez hubiera podido yo haber vivido esa interminable lista de amores que Bustos me cuenta haber consumado en ese espacio de vida que colma aunque no calme el hambre de perpetuarse en las inacabadas muecas de un abrazo, un beso, una caricia, un fundirse en la ilusión de haber sido uno mismo dentro de “alguienes” que fueron una misma vaya a saber en cuántos otros. Seiscientos nombres -casi-, cuyas voces repitieron las palabras elementales del alimento único con el que se hace entender otro ser vivo: más, te quiero, otra vez, besáme, lo que quieras, amor, miráme, cómo me gusta, ahí, por favor, soy tuya, me muero, ¿qué me haces?, dame, más, despacio, ahí, conmigo, me estás matando, más suave, golpeá, ahora más, dáte vuelta, más, más, ya, te tengo ahí, juntos, vamos, todo, todo, todo, ahhhhhhhhh, mi amor, y también esa extrañísima palabra que ahí se repite en libertad, sin posible juzgamiento: ¡Dios!, en cada intento de nombrar lo que está ocurriendo más allá de lo conocido, nexo único, común a todos esos nombres que con él creyeron -por un momento al menos- en Él, hasta darle un nombre definitivo a eso que estaba pasando en sus adentros. Esa palabra y el sonrojo ante lo prohibido.
Sin querer queriendo
-“Poco
sabía de mí, pero mantenía enorme fe en todo aquello que me contaban mis
amigos. Pasado un tiempo, no recuerdo cuánto exactamente, ellos, comenzaron a
inducirme, directa e indirectamente, a la recuperación plena de mi sexualidad,
insistiendo en que debía aplicarme a temas propios de la jardinería: “enterrar la batata”, “poner el nabo en
remojo”, “plantar la zanahoria”, “pelar la banana”…)
Pero,
la verdad, ni sabía qué hacer, ni sentía pulsión alguna por sembrar y cosechar…
Me
presentaban señoritas de todo tipo quienes, aburridas de mi inopia, desistían
de ayudarme a cultivar el huerto.
Pues
bien, ¿sería yo, tal vez, una de esas escasas personas para quienes el sexo no
tenía relevancia alguna?.
Sobrellevaba
mi celibato sin peso alguno, hasta con alegría, cuando, una noche de octubre de
1950 asistiendo en la Plaza de los Congresos a un concierto que ejecutaba –y, créame, amigo Miguel, que nunca
mejor empleado el verbo ejecutar- la Banda Municipal dirigida por un sordo
anímico: Adolfo Culebras, bajo la sombra de un abeto plantado en el año 12, la
vi a ella.
Clara
Beter ejerció desde ese instante la atracción que un gigantesco imán ejerce
sobre un ínfimo alfiler. El alfiler era yo, claro.
Presentirla
y no poder desear otra cosa que estar cerca, fue, de ahí en más, mi sino. Me
conformaba con admirarla, no sabía qué decirle, ni qué hacer, ni cómo dominar
ese temblor que comenzaba a cien metros de sus ojos y del resto de su cuerpo
también.
Así
noche tras noche, hasta el 14 de mayo del año siguiente. Salvo los domingos.
Ella
descansaba y dormía los domingos por la noche, aunque la Banda siguiera con sus
ejecuciones. Al filo de las veinte horas, ella comenzaba a ofrecer sus trabajos
nocturnos a los más que mareados melómanos asistentes que yo siempre pensé
“contratados” por el director Culebras. Clara, vivía a escasas dos puertas de
mi edificio.
Éramos
casi vecinos.
Llevaba
más de un año de renacido y siete meses de escuchar el galope de mi único
reloj, que se calmaba sólo con la lectura o el sueño.
En
ese entonces estaba yo devorándome un maravilloso volumen que contenía las
obras completas de Lope de Vega.
Mimetizado
en su escritura, dialogaba con mis amigos usando el ritmo, la cadencia, la
musicalidad, la métrica y hasta el cúmulo de imágenes de Lope, y aplicaba todo
esto al acontecer cotidiano, a Buenos Aires, a mis sensaciones...
Acostumbrados
a mis excentricidades, mis estoicos escuchas lo soportaban hasta con
naturalidad.
¿Sería
yo el Fénix de los Ingenios redivivo?
No.
Era
una preparación intuitiva para el encuentro que significaría -¿creen ustedes en
la casualidad?-, la recuperación de mi sexualidad perdida a través del tortuoso
océano del amor.
Una
mezcla de entusiasmo e impaciencia se apoderó de mi mano de escribir, y, de
ella, brotaban cataratas de impresiones que provenían de una memoria ajena.
Agotado,
pero feliz, comprobaba la veracidad de aquello que mis amigos, en sus afanes
por devolverme el ser, habían intentado transmitirme: yo había sido escritor
antes, en mi época olvidada. Con cierta -inducida por ellos-vocación de
horticultor, ya que hice poemas al ruibarbo, a la ensalada sanjuanina, a los
brotes de espárragos, a las arvejillas en flor, a los pomelos rosados, a la mandioca
ahumada, al zapallo, al zapallito redondo, al calabacín y a la calabaza... en
fin, a más de mil de esos seres comestibles.
¿Tendrían
entonces razón también en todo lo referente a mi sexualidad?
Pero,
¿qué era “eso” de lo que tanto hablaban?
De
“eso” no tenía memoria, ni ejemplos, ni sensaciones, sólo el galope
desenfrenado de mi corazón ante la proximidad de Clara.
Y
ocurrió.
¿Cómo
supe su nombre?
Lo
leí en uno de esos cuadernillos poéticos que ella distribuía gratuitamente
entre los asistentes al concierto de la Banda Municipal, ese día de octubre de
1952: “Brumas” de Clara Beter.
……………………………………………………………………
NOTA
DEL AUTOR: menos mal que estudié taqui-dactilografía en la Pitman, porque a la
velocidad del correcaminos, me lanzó sin parar, haciéndome de él, de Clara y
del Relator, todo éste choclo…
EL ENCUENTRO
NOTA DEL AUTOR: Alberto se encuentra cara a cara, por vez
primera con Clara. La voz me urge a escribir sin solución de continuidad lo
siguiente:
(La acción nos
sitúa en Buenos Aires. Intersección de las Avenidas Callao y Rivadavia. 00.03
horas en punto, ésto sería lo del Relator nomás)
AC -Hola. Soy Alberto Carlos Bustos. Tu vecino del
quinto.
CB -Estoy trabajando, compañero. Otro día.
AC -¿Eres policía? ¿A quién vigilas?
CB -Soy puta. Y poeta.
AC -Poetisa…
CB -Poeta
CB -¡Ah...!
CB -“Ah”… es un buen título para unos versos de amor y
desamor, ¿me lo regalas?
AC -“¡Ah...!”: qué loca esencia te declara nueva,
recién lavada, inmersa en la mañana que te aprueba”...
CB -Oye, que es de noche y que el poema me lo escribo yo.
AC -Ya, ya disculpa. Yo también escribo.
CB -¡Qué me cuentas!
AC –Lo que digo.
CB -A otra esquina entonces, que pierdo mis clientes, si
te escucho y miro
AC -“Y si te miro yo, pierdo noción
del sur, del este, del norte y del oeste.
Me invade el peso de saberte lejos,
en una cama que no sabría a mía.
No puede -que no debe- la poesía,
acostarse en vano, tan temprano, a pago fijo.
El perpetuo movimiento que condena
al amor único,
encadena su perenne tolerancia.
No puede -que no debe-, ser distancia.
Al ansia buena mataría, mi dueña,
mi señora, en cada esquina.
Te quiero para mí, para mí sólo.
CB - Y yo no quiero. El sentimiento no es lo mío.
Mi sexo no se amolda a un solo falo.
Lo malo no es que sea para varios,
repetidos o no, o desconocidos
que una sabe de qué van,
y qué cosas de ellos una escribe.
Lo malo es este frío. ¿Tienes “Galgos”?
AC -¿Qué es eso que me pides?
CB -Cigarrillos.
AC -Fumar no es cosa buena, puta hermosa...
CB -Lo malo es otra cosa. ¿Has dicho “amor”?
AC -He dicho puta.
CB -Creí haberlo escuchado… ¿por qué “hermosa”?
AC -No hay palabras ciertas que puedan revelarlo,
pero quizás te dé una pista con mis manos...”
CB -A ver, a ver…: un índice extendido en la derecha: un
falo...
Un círculo trazado con índice y pulgar en la otra mano:
la entrada de una cueva...
Ambas dos manos que se acercan, y se encuentran y penetran...
Y un gesto obsceno de vaivén, tanto como el brillo de tus
ojos
me da a entender que en este diálogo rimado,
uno, al menos, de los dos comparecientes,
la va de interesado.
¿Por qué tanta pirueta en esas manos?
¡Venga!, ¡al grano! ¿Tienes pasta?
AC -¿De dientes?
CB -De billetes
AC -No. Hoy soy un pobre diablo sin pasado y sin trabajo.
CB -¡Vete, entonces!
AC -¿Que me vaya?
CB -¡Que te vayas! ¿O no entiendes castellano?
AC -¿Me dejas observar el dobladillo de tu falda?
CB -Observa, si lo quieres, con mesura de vecino.
AC -¡Desatino!... ¡Tú no llevas bragas...!
CB -No las llevo...
AC -¿Puedo, entonces...?
CB -No hay billetes: no hay subidas ni bajadas
AC -¡Ah! ¡Injusticia!
¡Ah! ¡Qué triste vida la del que no haya ahorrado...!
¡Ah! ¡Qué vacuo y necio es este estado
de crisis lacerante,
que deja por delante al más pudiente,
y al que no tiene, retrasado...!
CB-¡Venga ya! Que estuvo muy bonito...
Que no lo arruinen esas rimas alargadas.
Desaloja mi parada, presto, que hay clientes...
Y deja en paz el título de mi próximo poema,
Que es ya mío; y tu regalo...
¿Alberto Carlos Bustos, te llamabas?
AC -Tu refugio, puta amada.
CB -Que no hieras la palabra amor,
que ya bastante crueldad soporta.
Mi refugio, tal vez, cuando yo lo quiera
Pero, no ahora, que hoy es viernes,
y llueven nuevos capitales de occidente
con dos huevos.
Los hombres de la noche, sementales,
Príapos moderados o nutrientes,
vitalicios, escasos, insistentes,
se acercan con sigilo; mejor dicho: sigilosamente.
AC -¿Puedo espiar?
CB -Si así lo quieres, bien, lo haré de pie.
Tras el cristal de mi ventana.
AC -¿A qué me induces...? ¿Lo harías para mí?
¿Para que vea…?
CB -Con las luces encendidas. Esta noche.
Para que después de ver: te mueras.
AC -Moriré y reviviré para tenerte.
CB -Detente. Calla. Ya tengo mi poema: ¡”Ah”!
Y ahora: vete.
AC -Clara... Clara… Beter...
CB -No. Tú, vete.
AC -Y me fui, desagotando rimas, a mi bulo.
El celibato alerta me mantuvo.
Y a eso de las dos de la mañana,
la vi, desnuda, allí.
Tal cual lo había dicho, para mí.
Sus pechos y su sexo pegoteados
Al ventanal inmenso de su cuarto.
Y una sombra con volumen en su
atrás, exasperada...
¡la sobaba sin saberla mía!
Daba igual. Sabía a poesía, a
desesperación;
A unión en los confines del
planeta;
A madrugada insomne, a mermelada.
Y a café con leche. Y a tostadas.
Esa imagen imborrable.
La sinceridad de no estar viva en
ese instante más que para mí.
Luego: la calma.
El verbo repensar, o sea:
renacer, o sea, la verdad última enclavada:
el ritmo, con su síncopa, ¡era ella!...
Y después de ella habría nada.
Clara. Clara Beter. Clara.
Desde Madrid: undécima entrega, texto y ficción (inédito): Miguel Ángel
Solá
Dibujo (inédito, a sus ocho años): Nicolás García Sáez
Especial para Los Verdes Platónicos y Los Verdes
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