-¡Degolladlos!
El pánico se
apoderó de mí, sin fuerza en las piernas, con las heridas en mi cuerpo y mi
familia a su merced. Corrí tan rápido como pude hacia la puerta de atrás. Mi
cuerpo se movía solo, mi mente estaba en blanco, yo quería irme de allí. Salí
de la casa.
No muy lejos, había
un hombre esperándome, tenía la misma armadura y los mismos cuernos que el que enfrentó a mi
padre, pero era mucho más pequeño, el rostro detrás de su yelmo, probablemente,
tenía mi edad. Estaba a punto de dormirse.
Me detuve por un
momento. En la oscuridad, me di cuenta que estaba dentro del corral de las
gallinas y entonces seguí corriendo. Escuché los gritos de las aves mientras él
se esforzaba por salir a perseguirme. Apenas entraba en los callejones, entre
las casas, cubiertos de inmundicia, mis pasos se hundían en el barro. Podía
escuchar la armadura del hombre persiguiéndome, las placas raspando sobre las paredes. Un escalofrío me recorrió la
espalda, como si un par de manos frías me la rasgaran. Estaba detrás de mí, tenía
que estarlo, me iba a alcanzar, pero no podía mirar hacia atrás, yo solo podía
avanzar clavando las uñas entre los ladrillos de piedra, impulsándome hacia la
luz. Algo me hizo trastabillar.
-¡Vení acá
escoria!
Su voz se escuchaba
apenas unos pasos detrás, di la vuelta y vi descender el reflejo plateado de su
sable. Traté de cubrirme y retroceder al mismo tiempo. Me resbalé, me cortó los
brazos y caí. Él no se detuvo con un corte, empezó a agitar su espada como si
fuera una rama, un golpe muy fuerte pasó justo entre mis pies mientras me
arrastraba lejos de él.
-¡Mierda!
Se quedó atorado
entre las dos paredes del callejón. Aproveché, mientras él se acomodaba, para
pararme y volver a correr. La calle hacia donde daba el callejón era una gran
avenida de adoquines desgastados, había mucho tráfico, centenares de familias
del Segundo Distrito transitaban en busca de la mejor comida que pudiera
ofrecerse en el festival. Traté, pero no podía correr, solo caminar tan rápido
como me permitían las piernas, mis pies cubiertos de mugre dejaban atrás un
montón de huellas. Las damas gritaban al mirarme y se alejaban de mí como si
tuviera la peste. Luego escuché otra conmoción. Entre los vestidos de mil
colores y los sombreros con plumas, se acercaban unos cuernos dorados, agitándose, de lado a lado, buscando. Sin poder tomar aire, seguí corriendo.
(continuará)
Texto(inédito) Mateo Roberto
Ilustración
(inédita) Irupé Roch
Especial para
Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos