El soldado
estaba mucho más cerca de lo que anticipé. Era alto. Los cuernos de su yelmo me
rasgaron el estómago y me dejaron sin aire. No pude derribarlo, en un solo
movimiento me lanzó al otro lado de la habitación y destrocé la mesa, donde aterricé. Tenía puesta una armadura completa, su
plateado metálico contrastaba con la oscuridad de la carnicería. Gruñendo, se
agarró la cabeza con ambas manos y se acomodó su casco, adornado con dos
cuernos dorados. Estaban cubiertos de sangre, mi sangre.
-Detesto a la
plebe.
Su voz era
calma, empezó a desenvainar su sable como quien saca la escoba para barrer la
mugre. Mi padre me miró, no supe distinguir lo que había en su mirada. ¿Desaprobación?
¿Preocupación? Tenía mucho miedo, podía escuchar a los soldados afuera,
preguntando qué estaba sucediendo. El hombre con el sable se preparaba para
atacar a mi padre, que solo tenía su cuchillo para trocear carne. Me dolía la
espalda, las astillas me estaban rasgando la piel. Me toqué el estómago, la sangre
manaba lentamente de mi herida. Todavía tenía el facón en la mano, pero no
paraba de temblar, solo podía observar. El soldado y mi padre estaban peleando,
mi padre no lograba acercarse , el soldado tampoco lograba cortarlo. No podía
quedarme quieta. ¿Tengo que llevarme a mi madre? ¿Debería ayudar a mi padre? Me
paré, a duras penas, algo tenía que hacer. Un grito de mi padre me volvió a
paralizar.
-ARGH!
Encerrado en una
esquina, lo alcanzaron, el delantal en su pecho se desgarró de manera
horizontal, pronto empezó a teñirse de rojo. Sin pensar comencé a correr hacia
ellos, el crujir de la madera me delató. El soldado se dio vuelta y levantó su
sable, mi padre lo tomó por la hoja, yo me acerqué con el cuchillo en mano.
-Suéltame,
inmundicia...
El soldado me
pateó en el pecho antes de que pudiera cortarlo, mi cabeza rebotó contra el
suelo al caer. Sentí que mis pulmones se me saldrían por la boca. Mi padre se
abalanzó sobre el soldado e hizo que perdiera el equilibrio. Cayó sobre él y
empezaron a forcejar en el suelo. Mi padre intentaba mover su yelmo mientras el
otro intentaba liberar su sable.
-!Maldición!
¡AYU…!-
El grito fue
interrumpido por el sonido de un hombre ahogándose, Mi padre logró clavar su cuchilla
en la mísera apertura de su garganta.
-Te queda grande
el yelmo, Saanen.
Sus hombros se
aflojaron y el brillo en sus ojos comenzó a apagarse, estaba sangrando a borbotones. La
puerta que daba afuera se abrió de una patada, el sol resaltaba las siluetas de
una docena de soldados con acero en las manos. El que entró primero usaba dos
espadas, tenía una máscara dorada con un rostro sonriente.
(Continuará)
Texto (inédito): Mateo Roberto
Ilustración
(inédita): Irupé Roch
Especial para
Los Verdes Paralelos y Los Verdes Platónicos