lunes, 19 de septiembre de 2022

La reina

 El carruaje tirado por caballos de color azabache, se acercaba a la casa. La anfitriona, en medio de cacerolas y platos, batía con furia la crema de leche. Al borde del llanto, murmuraba por lo bajo: ¨¡Siempre hay que rendir pleitesías! ¡No somos sus iguales, y no quiero serlo!¨.  De tanto batir, la crema se cortó. Su rubor no alcanzaba a disimular tanta impaciencia y malestar. ¨¡Piensa en tu hija! ¡Somos los elegidos!¨, le dijo el padre, levantando la voz. Darle el gusto a él y deleitar a los invitados con su habilidad para cocinar, a veces no era placentero para ella. Pero esta vez… ¿era diferente? Aparentemente si. En efecto, a raíz de un juego y del azar, habían sido elegidos con el privilegio de una visita real. 

La casa nunca estuvo más ordenada y limpia. A pesar del deterioro de puertas y paredes, había un sector preparado para recibir a las visitas, sillones dispuestos en ele frente al único ventanal, que daba en parte a la calle y al fondo muy descuidado de un sitio baldío. Algunos vecinos de aquel rincón del conurbano espiaban por sus ventanas, enterados del arribo de la reina.

El carruaje se detuvo frente a la casa y un séquito de hombres armados comenzó a bajar.

¨¡Mamá, llegó la reina!¨. La madre de la niña, o sea, la anfitriona, casi con un suplicio, le dijo: ¨¡Por favor, hija, la recibes, conversa con ella, muéstrale tus libros, tu música y no permitas que entre en la cocina!¨  La reina dio unos pasos y, sonriente, ya estaba en la puerta de entrada. Así las cosas, tomó la mano de la hija de la anfitriona, quien la saludó con un ¨¡Hola señora! ¡Hola su Majestad!¡ Ay Mi Dios discúlpeme!  ¡No sé cómo llamarla!...¨ La reina continuó sonriendo, la niña pudo percibir algo fosforesciendo entre esos dientes, pero supuso que era un efecto de las luces de aquel día. 

Los comensales (la familia, algunas amistades y algunos parientes de los privilegiados) se desparramaron en los sillones, hablando entre ellos. La reina no los saludó, tampoco se detuvo a observarlos, caminó por el pasillo, directo a la cocina, pero tropezó con una baldosa floja y algunas hormigas coloradas abandonaron el cuartel, eran cientos y, con sus zapatillas como flechas, treparon raudas por las enaguas de su alteza. La madre saludó nerviosa entre los murmullos provenientes del living y, con señas de indignación contenida, miró a la hija: ¨ya está todo listo, pueden ubicar a su alteza en la mesa del comedor¨, dijo, pero las sillas no alcanzaban para todos y todas.

La reina se acercó a la pequeña multitud. Todos y todas callaron, se pusieron de pie, hicieron una reverencia. La reina se ubicó en la cabecera y se rascó la nariz.

Mientras el humilde banquete comenzaba, un fuerte viento se desató, volando el cortinado de tul amarillo. El barral cayó, rozando la espalda de la reina. Una cucaracha intrépida, que nadie había visto, saltó hacia su corona. Uno de los niños, hijo de la anfitriona,  vio al insecto y el grito de júbilo se adelantó a un manotón, que quedó como un gesto, vano, flotando en el aire. La reina se movía inquieta, una cosa era arengar sobre la humildad y la pobreza en los discursos que daba ante las multitudes y otra distinta, era vivenciarlas. Las gotas de lluvia comenzaron a golpear cada vez más fuerte los techos de chapa. El padre disponía las copas de vino, pero no alcanzaban para todos y todas y se hizo el distraído cuando la reina volcaba el contenido de la suya sobre su vestido, manchando con líquido barato la tela real.

El cielo raso comenzó a remarcar la aureola bajo la cabeza de la reina, subrayando el inminente poder que iba ganando el insecto sobre su corona. Era una cucaracha de un tamaño exagerado. En escasos minutos, la gotera, siempre fiel con las lluvias, cayó directo en el plato de la monarca, y luego sobre la salsa y el mantel. La anfitriona, exhausta y avergonzada, cubría las manchas con servilletas de papel, rogaba en su interior que cesase la lluvia y adelantasen la partida de aquella mujer. Los truenos siguieron. La calle se convirtió en río y un rayo cortó la luz. Los niños, ajenos al peligro, salieron a jugar con el temporal mientras armaban barquillos de papel, que desaparecían en la corriente. El cielo, de repente, oscureció. Adentro de la humilde vivienda, la vela se consumió al instante. Los súbditos rodearon en silencio a la reina, su rostro real comenzó a hincharse. La madre le dio a beber un vaso de agua con azúcar, pero la reina vomitó y se hizo encima. La madre pidió disculpas, había confundido el azúcar con la sal.

El carruaje, con el agua hasta el cuello, esperaba para partir a la brevedad, pero el camino de regreso ya era un lago.

Pasaron las horas, largas, lentas, de todos los colores, hasta que la radio a pilas anunció con alivio el final del peor temporal del año. Embotada, la reina no entraba en la camilla que habían dispuesto para movilizarla, sentía frío. La hija de la anfitriona cubrió con su manta el cuerpo orondo de la monarca mientras le contaba las historias más trágicas de los piratas, dueños del océano, historias de monarcas que engordaban sus arcas personales gracias a los impuestos que les cobraban a los trabajadores. La reina temblaba. La hija de la anfitriona la cubrió aún más, la miró a los ojos y le dijo: ¨ Mi sueño es conocer París, Brasil, Mar del Plata…¡Oh no! … perdón, Su Majestad, me equivoqué de sueño, tan solo quiero aprender los otros idiomas que habla el mundo!¨, dijo con un murmullo dulce y sereno, pero la reina ya no la escuchaba.


Texto (inédito): Silvia Chaher

Ilustración (inédita): Ercilia Marcó del Pont

Especial para Los Verdes Platónicos y Los Verdes Paralelos