Un hombre gritó:
¿Cuánto tiempo más piensas correr?
El sujeto estaba
equivocado, yo solo estaba arrastrando mis pies, mientras los golpes secos de
sus botas metálicas se me acercaban cada vez más.
Al llegar al
centro de la avenida, me enfrenté a los carruajes. No había puentes cercanos
para cruzar a pie y, antes de que los
pasos del hombre me alcanzaran, me lancé entre ellos. No eran tan rápidos como
había pensado, con algo de calma, teniendo cuidado con los cascos de los
caballos, podría avanzar. Los choferes me maldecían pero, aun así, podían
reaccionar y desviarse. Me tranquilicé, era importante concentrarme para que no
me arrollen y así poder escapar. Dejar pasar un carruaje, avanzar unos metros y
volver a esperar. Simple, si no me dejaba intimidar por los caballos, sin movimientos
bruscos, no pasaría nada.
Pasados unos minutos, ya casi me encontraba
del otro lado. Los ruidos, maldiciones y gritos eran agotadores, pero era eso y
aguantar pisar estiércol, o morir aplastada por un millar de caballos. El
último carro que necesitaba dejar pasar era hermoso, usaba dos animales
majestuosos, uno blanco con manchas negras y el otro negro con manchas blancas.
El carruaje hacía juego con ellos, hecho de madera tallada, pintada de negro
profundo y con pequeñas tiras de seda colgando entre las ruedas. Si tuviera que
apostar, podría decir que dentro iba una pareja esperando a su primogénito y
ese paseo veloz y ostentoso era su manera de celebrarlo. Mi padre me había
dicho que, cuando se embarazó mi madre, ellos dieron tres vueltas a la manzana, vestidos con la misma seda que había usado el abuelo y la abuela por su nacimiento. No
pude evitar sonreír. El conductor del carruaje no me devolvió la sonrisa, sus
ojos estaban abiertos como platos mirando… ¿a quien? ¿a mí? ¿algo detrás de mí?
Texto(inédito) Mateo Roberto
Ilustración (inédita)
Irupé Roch
Especial para Los Verdes
Paralelos y Los Verdes Platónicos