Lo evoco sentado, en la
casa de Ali y Betún, mis abuelos, en un sillón de cuero, fumando su pipa. Casi
siempre sonaba jazz de fondo y el ambiente estaba envuelto en una nube de humo
aromático, sus ojos casi transparentes, entrecerrados, levemente encorvado. Hablaba con voz profunda, las palabras salían a borbotones, pero su
ritmo era calmo. Siempre hacía repetir un verso, a nosotros, sus sobrinos nietos más
pequeños:
E
peluquero Martino/ que corta como un primor/ el pelo a lo Humberto Primo/ la
barba a lo Napoleón.
Cada vez que lo
veíamos, cuando venía su hijo Martin, nos juntábamos todos a comer asado,
regado con whisky, licor, vino y más pipa. Sufría de una extrema sensibilidad
auditiva, entonces pasaba siempre las fiestas en Valeria del Mar, donde tenía
su departamento, que fue proveeduría de esa localidad costera. A una cuadra de
la playa, con vistas al mar y al jardín perteneciente al edificio El
Horizontal, uno de los primeros edificios del lugar.
Había comprado el local
que era, casualmente, la librería El Grillo, que él fue convirtiendo de a poco
en proveeduría. Allí se podía conseguir de todo, desde el diario que venía de
Mar del Plata, hasta artículos de bazar, camping, pesca, kiosco, revistas y
alimentos. Mi abuelo Betún, gran amigo suyo, cortaba botellas de vino con hilos
empapados en alcohol; luego lijaba los bordes para convertirlos en vasos, que
pintaban con un sténcil, que decía “Recuerdo de Valeria del Mar”, y se vendían
bien, según mi madre.
Pasaba en la playa
muchísimos meses, trabajando en alguna traducción, escribiendo. En sus caminatas larguísimas por la orilla, con
su sombrero de paja de ala ancha, juntaba caracoles extraños, estrellas de mar,
animalitos secos y otras curiosidades que traía la marea. Más tarde, enganchados en redes de pescador, los fue usando para decorar las paredes del local, devenido en departamento. Toda la vajilla de su casa fue rescatada cuando el viejo Hotel Ostende estuvo enterrado, durante años, abandonado bajo las pesadas
arenas y medanales. En su biblioteca de Valeria predominaban las
historias policiales.
Luego, cuando fue más
grande, los fuegos artificiales y petardos llegaron también a la costa, con el
crecimiento turístico exponencial de Valeria, Pinamar y Cariló; entonces pasaba
las Navidades con nosotros, en Adrogué. Era tanto lo que sufría los ruidos, que estaba toda la noche con algodones en los oídos y grandes auriculares para
atenuar la molestia. Casi no podía hablársele durante la cena de Nochebuena,
porque no oía. Cerca de las doce, entraba a la casa de mis abuelos, cerraba las
puertas y persianas que daban a la galería y ponía jazz a todo volumen, hasta
que pasaran los estruendos. Mi abuela Ali siempre contaba que, cuando le tocó
hacer el servicio militar, tuvo la mala suerte de que le tocara en artillería.
A mi abuela, que tenía el mismo sentido del humor que Grillo y una inteligencia
y agudeza mental muy parecidas, le resultaba de lo más gracioso. Ella también
me contó que le decían Grillo porque, ya de chico, no dormía, por quedarse
leyendo hasta bien entrada la madrugada.
Una vez lo invitó a su
amigo Borges, quien se quedó en la Hostería Din Don. Fue
exclusivamente para firmar libros en El Grillo. De esa ocasión recuerdo una
anécdota que Grillo siempre contaba: cuando le preguntaron qué tal había sido
su estadía en la Hostería Din Don,
Borges había contestado: “Bien, pero el agua caliente sale con escrúpulos”.
Durante muchísimos
años, Grillo llevó adelante un afamado taller literario que formó a muchos
escritores. Quienes asistieron a su taller, hablan de la generosidad y humildad
con que lo dictaba, de su humor, de su enorme bagaje cultural y aguda
inteligencia. Sólo publicó un libro, Develaciones, sobre la relación entre la
literatura de Borges y Adrogué, lugar donde se conocieron mientras esperaban el
tren. Allí iniciaron una entrañable amistad, que duró mientras Borges vivió:
solían salir a caminar por Buenos Aires y almorzaban juntos todos los sábados.
Esto no es algo que él contara jamás, es una parte de la historia de Grillo que
he leído o escuchado de otras personas, porque no era un hombre propenso a
hablar de sí mismo, lo caracterizaba un muy bajo perfil, a pesar de ser alguien
que nunca pasaba desapercibido. Supe, hace poco, que, en algún momento, desistió
de publicar nada,
Una de las últimas
veces que lo vi, yo estaba veraneando también en Valeria, en un departamento en
El Horizontal. Pasé a saludarlo y a preguntarle si necesitaba algo del
supermercado. Aceptó sin dudar, pues tenía espíritu ermitaño. Recuerdo que
estaba escuchando flamenco. Cuando volví con su compra, me ofreció una copita
de absenta. Le dije que nunca había probado, pero que sabía lo que era: la
famosa bebida a la que se aficionaron tantísimos artistas europeos a finales
del siglo XIX, que tiene supuestas propiedades alucinógenas. Me miró mientras
me explicaba que había que tomarlo de un trago, como el tequila, sus ojos
sonrientes vieron mi gesto de sorpresa: el trago, prácticamente se evaporó en mi paladar, tan alta es su graduación alcohólica.
Recuerdo un gusto cargado de anís. Luego hablamos un rato de música, del
trabajo que estaba haciendo (creo recordar que era una traducción al español de
una obra de Shakespeare), me despedí y seguí con mi día de playa.
En octubre se
cumplieron 14 años de su partida. Encontré la fecha casualmente, mientras
buscaba información sobre él. Elijo recordarlo en la terracita del balneario
Las Tejas, compartiendo unas rabas con clericó, conversando animadamente y
riendo a carcajadas con mis abuelos y tíos abuelos, cerca del Océano.
Texto (inédito):
Magdalena Erbiti
Imagen Félix della
Paolera: Gentileza Familia Ansaldo
Especial para el taller de edición
Especial para Los
Verdes Platónicos y Los Verdes Paralelos