Me pregunto cómo es posible que, en una época en la que predomina la
digitalidad, el contenido rápido, la diversión fácil, perezosa, débil y
dopamínica, aún tenga vigencia y sea atractivo para los niños el paseo en
calesita.
Ya las calesitas que yo pude experimentar, no se parecieron jamás a los maravillosos carruseles de película, con unicornios dorados, luces titilantes de neón, animales que subían y bajaban, carrozas decoradas con cintas de colores, todo acompañado por un vals tocado en organillo…el mantenimiento de las calesitas barriales ya empezaba a decaer durante los ‘80.
Las calesitas a las que me subí, todavía guardaban algo de respeto por el niño y el calesitero ofrecía una sortija, aunque sabíamos que aparentaba no haber elegido un niño previamente para permitirle que la tomara. Todos fingimos creer, cuando nos tocó, que habíamos logrado quitársela hábilmente; pero sabíamos, en el fondo de nuestras almas inocentes, que era una mentira, probablemente la primera que nos dijimos en la vida.
La música que sonaba en los parlantes de dudosa calidad era, por lo general, la música infantil de moda, saturada hasta niveles que la volvían irreconocible, pero al menos era música de niños, o intentaba serlo.
Ayer llevé a mis hijos a la calesita de una plaza decaída, casi durmiendo en el fondo del conurbano Sur. La tristeza, los vehículos y animales que la componen, están apenas pintados, sin demasiadas ganas, con colores opacos. Debajo de la pintura aún se ve la masilla de las reparaciones, mal terminadas. No cuenta con las divertidas monturas subibajantes: todos son vehículos rígidos, que no tienen siquiera un volante o palanca que accionar. Cuando mis niños subieron, las maderas del piso giratorio hablaron peligrosamente. Me vi tentada de chequear que no sobresalieran astillas en los asientos. Por supuesto que ponerle luces sería adornar lo inadornable. Creo que cuando cae la noche, se prenden unas lucecitas de Navidad, como para darle un toque de color.
El calesitero ni siquiera ofrece la sortija. Está sentado detrás de un mostrador. De fondo suele sonar reguetón o cumbia, música que no se me ocurriría ofrecerle a mis hijos. Sin embargo, no hay vez que pase por la plaza, cerca de la calesita triste, y ellos no me miren con ojos desesperados, como si la vida dependiera de esos veinte giros a la nada misma, como si se tratara de la emoción más fabulosa de la vida sentarse en un autito de madera y saludar a mamá cada vez que la ven pasar. Veinte veces.
No me animo a preguntarles, desde este lugar de adulto con grandes dudas
existenciales, cuál es la gracia de la calesita. Creo que, en el fondo, temo
encontrarme con la respuesta que espero: que nunca más me pidan dar una
vuelta en ella.
Texto y foto (inéditos): Magdalena Erbiti
Especial para el taller de edición
Especial para Los Verdes Platónicos y Los Verdes Paralelos