Salgo a caminar por Mármol City, conurbano
bonaerense, Argentina. Como casi todos los marmolenses, camino por la calle.
El
automovilista nativo respeta, el forastero nos insulta en varios idiomas.
Llegar a la plaza de la iglesia propone posibilidades inesperadas. Encontré dos árboles de cerezas, que, en los 20 años vividos aquí, no había visto jamás, están en la esquina de Mitre y Grandville, llenos de frutos dulces, con un dejo amargo al final. El pasado
domingo, también, había una murga boliviana hermosa, con toda una sección
de bronces, tuba blanca incluida. Era la festividad de la Virgen de Copacabana.
Los trajes turquesas contrastaban con los tejidos autóctonos originales de su
cultura, que adornaban las polainas de lana, los sombreros, las polleras de las
mujeres. El espectáculo sorpresa compensó cualquier posible falencia, así,
disfrutamos de las banderitas argentinas y bolivianas de papel, volando por el
aire.
No deja de asombrarme la
cantidad de casonas antiguas que siguen en pie. Los ferroviarios ingleses que
habitaron la zona, dejaron estas viviendas con galerías, techos altos,
carpinterías ornadas y ventanas de vidrios repartidos. Algunas están mejor
mantenidas que otras, pero no deja de ser la arquitectura que destaca en la
localidad. Muchos años he perseguido a los dueños de propiedades de este estilo
venidas a menos y abandonadas para lograr que me las alquilaran, con nulo
éxito. Soñaba con arreglarlas, ponerlas en forma, devolverles algo de su
esplendor, tal vez con el toque artesanal que me caracteriza.
De Mármol, me agrada que
no pueda decirse que tiene un centro comercial. Hay unos cuantos comercios a
pasos de la estación de tren, donde aún se encuentra el tanque de agua del que
se alimentaban las locomotoras a vapor. Luego, cada dos o tres cuadras, pueden
encontrarse mercados chinos, kioscos, verdulerías, peluquerías de barrio,
heladerías, muchas ferreterías. El Club El Fogón ha crecido mucho y es
el único lugar donde se amontonan un poco más los autos, pues es una calle
estrecha y doble mano. El aire que se respira es tranquilo, y para mí, aunque
viva hace tantos años en medio de las sierras cordobesas, es volver a mi casa.
No sé si podría volver a vivir aquí: tiene el aroma del pasado, aires de otra
época de mi vida que ya casi no reconozco. Pero, definitivamente, se siente
bien pasar el tiempo, es menos difícil recordar quién era, desandar el
camino, volver al centro y arrancar otra vez.
Texto y foto (inéditos):
Magdalena Erbiti*